Leila
Viajo de manera insensata, leo de forma suicida y siento pánico, aunque también euforia (quizá no pueda darse una cosa sin la otra) cada vez que me subo a un tren o me embarco en un libro
Viajé siempre con el anhelo de ser otro, pero con la angustia de que los pájaros se comieran las migas de pan y no fuera capaz de volver a la costumbre. Leí para vivir experiencias ajenas, aunque con el temor de quedarme atrapado en ellas. He errado por callejones sombríos de ciudades extrañas y he perdido la cabeza en mentes de tipos como Raskólnikov o de mujeres como la Bovary. Por esos mundos reales e irreales deambula la parte extraviada de mí, la que me constituye.
Viajo de manera insensata, leo de forma suicida y siento pánico, aunque también euforia (quizá no pueda darse una cosa sin la otra) cada vez que me subo a un tren o me embarco en un libro. La lectura es una actividad de riesgo: el de aburrirse, el de no entender, el del quebranto de la identidad, el de no hallar, tras cerrar el volumen, el camino de vuelta al consenso general, al delirio acordado que llamamos vida. Cuanto más me interesan un autor, una autora, más me cautiva leerlos y en consecuencia mayor desasosiego me producen.
Sigo a Leila Guerriero desde hace años. Cada vez que aparece un nuevo libro suyo, lo observo con la punzada de inquietud que sentimos ante la soledad elegida, ante el amor en ciernes, ante el descubrimiento de un armario oculto en el pasillo, ante la víspera del mar. Comencé La llamada hace dos meses con la idea de leer solo una o dos de sus páginas y reservármelo para más adelante. Consumidas esas dos páginas, comprobado su grado de cocción, me deslicé por el resto sin la cautela de dejar un rastro para la vuelta. Significa que tampoco de este libro he conseguido regresar. No les contaré de qué va porque todos los libros que producen asombro van de usted, de mí, de nosotros, pero también y, sobre todo, de ellos, de ellos, que con tanta frecuencia son nosotros. Tomen sus precauciones si deciden acometerlo.
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