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tribuna
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Por una cultura contracultural

Hay voces a quienes las instituciones deben dotar de riego y cuidados, pues cada vez va tornándose más difícil pensar a contramano, en mitad de la precariedad e inestabilidad que nos afecta

Palomeque 4 enero 2024
Nicolás Aznárez
Azahara Palomeque

Escribo esta tribuna con gran congoja por el fallecimiento repentino de Francisco Merino Cañasveras, natural de Castro del Río (Córdoba), el pueblo de mi madre y el mío. Pienso en el dolor que debe estar atravesando en estos momentos a sus allegados, más aún durante las fiestas que nos envuelven; pero, sobre todo, lamento profundamente que se haya marchado una persona inteligente desde la humildad que, tras jubilarse después de varias décadas trabajando de camionero en Cataluña, regresó a su tierra para enriquecerla mediante una incansable labor como escritor. Porque Paco —así lo llamaban sus amigos— fue uno de esos migrantes del sur sin apenas escolarización que retornó, y lo hizo cargado de ideas y una inquietud que le llevó a publicar diez libros donde escudriñó los archivos del anarquismo andaluz, recogió testimonios de los vencidos de la Guerra Civil; en definitiva, hiló textos alineados con la memoria histórica, cuando el concepto ni siquiera existía. En nuestra última conversación, hace unos días, apuntaba tranquilo: “yo no bebo, ni fumo; mi dinero lo he gastado en publicar cosas que casi nadie sabía”, con poco o nulo apoyo institucional. Si una cree mínimamente en el destino, hallará un significado especial a su muerte: el infarto le sobrevino mientras presentaba su nueva novela.

La biografía de Paco, que transcurre prácticamente en el anonimato, es tan local como nacional. Representativa de una tradición libertaria latente en forma de lo que algunos denominarían acción criptorroja, alude a un empecinamiento encomiable por contar la historia desde paradigmas alternativos a los hegemónicos, esos que tan huérfanos han dejado a una porción de la población pues, hasta cierto punto, la democracia se ha articulado sobre los cimientos discursivos promovidos por el franquismo, y de esos lodos nacen muchos de los problemas que atenazan a la praxis política de nuestro país. Si, en un primer período, el dictador se valió del mito de las dos Españas y un presunto cainismo que nos conduciría genéticamente a la aniquilación del vecino, comenzando en los años sesenta del siglo XX las soflamas a favor de la manida “reconciliación”, paseada bajo el eslogan de los 25 años de paz, consiguieron enraizar en el imaginario colectivo, de manera que la exigencia del mínimo acto de justicia restaurativa se considerase una afrenta nacional. Esa “paz” mal entendida —ya que se levanta sobre un sufrimiento inenarrable— siguió perpetuándose durante la Transición, y hasta hoy pueden leerse sus variantes desmigadas en placas que homenajean a represaliados por el régimen, o en los carteles del mismísimo Belchite, ruina monumental del olvido y una victoria dictatorial sin concesiones. Un pueblo hambriento y privado de derechos puede ser pacífico; su situación seguirá siendo igualmente aciaga.

En los últimos tiempos, ha brotado una corriente de ficciones (literarias, cinematográficas…) cuyo énfasis en las víctimas del heterogéneo bando republicano intenta devolverles cierta dignidad; sin embargo, ese destello del cadáver sobre el vivo, o de la aflicción sobre la reparación, a veces arrumba una comprensión más compleja de los fenómenos que fomente, en la actualidad, valores democráticos. Que buena parte de la ciudadanía continúe identificándose con principios autoritarios responde, parcialmente, al fracaso de nuestras políticas culturales a lo largo de lustros, lo cual tiene consecuencias directas en el funcionamiento de las instituciones y, entre otras cosas, en el calibre de una oposición al Gobierno de la que es imposible esperar ningún pacto de Estado. De ahí que los relatos derivados de la contienda erróneamente bautizada como fratricida —de quién eran hermanas las potencias internacionales involucradas— sean cruciales también ahora: no se trataría exclusivamente de revivir las “batallitas del abuelo”, sino de mejorar la articulación de la democracia. Más allá de la lid, rescatar las experiencias de los exilios en figuras que apenas permean nuestras conciencias —Max Aub, Luisa Carnés, entre tantos otros—, aprehender su interacción con los territorios de acogida y forjarnos así un mapa geopolítico diacrónico, o liberar a la Transición de su adjetivo “modélica” a partir de la recreación imaginativa de las luchas vecinales o del antiotanismo ayudaría a remediar unas carencias culturales cada vez más peligrosas a la luz de una derechización global marcada por un contexto de crisis que precisa, urgentemente, de grandes consensos frente al aumento del malestar social y su potencial instrumentalización fascista.

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Hacer cultura debe pasar por incluir un gran número de voces alternativas, emergentes y consagradas; por valorizar lecturas heterodoxas y no tanto los volúmenes que el o la influencer de turno haya colocado en su estantería; por resucitar de ultratumba lo que un día fue contracultural, desde la poesía de Patricia Heras hasta los estudios flamencólogos de Antonio Orihuela, sin renunciar a las reflexiones conservadoras de los arrepentidos del franquismo, como Dionisio Ridruejo. El tiempo que se ha perdido no lograremos recuperarlo, pero tal vez la instauración de un tejido poroso, donde quepa la diversidad y el disenso cordial, nos permita vislumbrar un futuro más halagüeño, ese anhelo que alimentó la tarea autodidacta de Paco. Este señor antes de conducir un camión fue obrero en una fábrica textil, y me explicó detenidamente los miles de litros de agua que emplea cada prenda en su confección: “¡una locura! ¡y todavía no se ha hecho nada al respecto!”. Quizá lo más sorprendente de su pensamiento fuese esa habilidad para integrar las reivindicaciones de antaño con las contemporáneas, esta vez en lo que se refiere a la sequía, gestionada de forma nefasta, que asola nuestras regiones. Su ecologismo nos habla de la necesidad de una educación medioambiental orientada a menguar la adherencia masiva al consumismo y la destrucción acelerada de la biosfera, cuyos regalos van escaseando. Para ello, de nuevo, es apremiante elaborar un corpus narrativo lleno de cosmovisiones otras que expanda un margen de posibilidad hoy limitado a la distopía.

Entre la memoria tan restrictiva y la falta de fábulas que se adecúen a las emergencias reinantes, hemos visto cómo una nación, Estados Unidos, es incapaz de saldar las deudas con el racismo en que se funda y toda demanda por la igualdad se transforma en insulto, materializado en la palabra woke. Una mala traducción del término se utiliza ahora en España por parte de una derecha que suma su raquítica tradición democrática al colonialismo cultural proveniente del país norteamericano, aunque del otro lado también se pueda recobrar la obra de la bióloga Rachel Carson, autora de un libro capital sobre el daño causado por los pesticidas, Primavera silenciosa; las novelas y ensayos del activista negro James Baldwin; la literatura chicana; o el legendario mitin ofrecido por Bobby Kennedy contra el PIB, medidor falaz del bienestar. Voces incómodas que un día alcanzaron una gran repercusión en la conquista de derechos; voces que, como plantas trepadoras, actúan en las grietas, progresivamente echan raíces y derriban un muro; voces a quienes las instituciones deben dotar de riego y cuidados, pues cada vez va tornándose más difícil pensar a contramano, en mitad de la precariedad e inestabilidad que afecta a quienes nos dedicamos a esa cosa llamada cultura. Porque, si no se cuenta con un soporte básico, la docilidad está asegurada, y con ello la pervivencia de lo (indeseable) mismo. Bien lo sabía Paco, que sólo pudo abrazar completamente las letras tras la jubilación. RIP, compañero.

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