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Tribuna
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Por una interpretación generosa del mundo

Un día quizá recordemos 2023 como el año que se torció todo, la crisis climática se hizo irreversible y la inteligencia artificial se descontroló. Podemos recordar 2024 como el año en que luchamos por algo distinto

Protesta contra los combustibles fósiles en la COP28, el pasado 12 de diciembre en Dubái.
Protesta contra los combustibles fósiles en la COP28, el pasado 12 de diciembre en Dubái.THOMAS MUKOYA (REUTERS)
Marta Peirano

Un día quizá recordemos 2023 como el año que se torció todo. Entre noviembre de 2022 y octubre de 2023, la Tierra experimentó el periodo más caluroso jamás registrado. Los meteorólogos encontraron tormentas de categoría 5 en todas las cuencas oceánicas del mundo. El Amazonas empezó a producir más emisiones de las que captura. El hielo marino se desplomó hasta un mínimo histórico. El deshielo de glaciares terrestres y el suelo de los polos árticos ha elevado notablemente el nivel del mar.

Sin embargo, las emisiones procedentes de combustibles fósiles alcanzaron un máximo histórico: comimos más carne, compramos más ropa y viajamos en más aviones que nunca. Objetivamente, ya habíamos descartado el plan de mantener el aumento de temperatura por debajo de 1,5 grados centígrados cuando el presidente de la COP28, celebrada en Dubái, dijo que no hay evidencia científica que indique que es necesario eliminar los combustibles fósiles para limitar el calentamiento global.

En numerosas economías mundiales, el número de muertes había superado el número de nacimientos. Ni la covid-19 ni la guerra: fueron la dieta y la contaminación. La principal causa de muerte en el mundo son los accidentes cardiovasculares, causados por exceso de grasas hidrogenadas, azúcar y carne roja y procesada; y ausencia generalizada de fibra, semillas, frutas y verduras frescas. Pero nos da más miedo la inmigración. Nos preocupa tanto que preferimos renunciar a los pactos universales de derechos humanos que a la mortadela. El nuevo Pacto Europeo de Migración y Asilo cambia el sistema de cuotas por una acogida a la carta, donde los países pueden librarse de acoger migrantes pagando 20.000 euros por cabeza. La nueva ley europea de Inteligencia Artificial (IA) prohíbe los sistemas automáticos y remotos de reconocimiento biométrico, una tecnología racista, clasista y propensa a cometer errores, con excepción del contexto migratorio y policial.

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Y nos preocupa la IA. Europa acordó esa primera ley de IA en noviembre, poco después de que Joe Biden emitiera una orden ejecutiva para someter su desarrollo a la seguridad nacional. El partido comunista chino prohibió entrenar modelos con contenidos que promuevan “el terrorismo, la violencia, la subversión del sistema socialista, el daño a la reputación del país” y acciones que “socavan la cohesión nacional y la estabilidad social”. Reino Unido reunió a 20 países en la primera Cumbre Internacional de Seguridad de la IA. Todos quieren controlar los usos y prevenir peligros que sólo existen en la fantasía colectiva propagada por los ejecutivos de las grandes empresas y la ciencia ficción. Pero nadie quiere contener el verdadero peligro: su rápida, aparatosa, sedienta e inflamable expansión.

El cuerpo de la IA es insaciable. Sus enormes infraestructuras de almacenamiento y procesamiento masivo crecen como una bacteria interplanetaria, metiendo sus gordos tentáculos en todas las fuentes de agua, energía, minerales y procesos administrativos y cognitivos disponibles. Come de todo: minas y salinas, plantas eléctricas, instalaciones nucleares, granjas solares, pueblos indígenas, estudiantes dispersos, periodistas estresados, poblaciones empobrecidas por la guerra, la sequía, el capitalismo y la globalización. Norteamérica aumentó un 25% su construcción de centros de datos, eso sin contar con los hiperescaladores: Google, Amazon, Meta y Microsoft. El CEO de Nvidia, el dealer de chips de alto rendimiento, calcula que van a gastarse mil millones de dólares en la expansión de una infraestructura capaz de alterar gravemente el precio y el suministro del agua y la electricidad. Eso tendrá consecuencias predecibles en el precio de la luz, la calefacción y el aire acondicionado, el transporte, los alimentos y el resto de la cadena productiva. Crece más rápido que las fuentes de energía sostenibles. Bebe más agua que la población mundial. Todas estas paradojas no son los síntomas de un brote psicótico colectivo ni los síntomas del declive cíclico e inexorable de la civilización occidental. Tampoco son los defectos del capitalismo. Son parte indispensable de su plan.

“El capitalismo es una máquina de inseguridad, aunque rara vez lo percibimos de esa manera”, escribió Astra Taylor en mayo de 2020 en la revista Logic Magazine. “Junto con las ganancias, los bienes de consumo y la desigualdad, la inseguridad es un producto fundamental del sistema. No es un subproducto incidental ni una consecuencia secundaria de la concentración de la riqueza; es una de las creaciones esenciales y habilitadoras del capitalismo”. La seguridad social favorece la empatía, la solidaridad entre vecinos y la colaboración. Favorece la ambición intelectual y espiritual sobre la económica y una interpretación generosa del mundo. Son valores en conflicto contra los principios fundamentales del sistema capitalista, como la competencia, la exclusión y la individualidad.

La máquina de inseguridad empieza 2024 habiendo metido muchos goles: la crisis medioambiental, la crisis mediática, el desencanto con la política. Las campañas oscuras de las plataformas digitales y la máquina de hechos alternativos de la inteligencia artificial. No es un buen año para que más de 2.000 millones de personas de unos 70 países salgan a votar. También podría ser que recordemos 2024 como el año que decidimos buscar una interpretación más generosa del mundo y luchar por él.

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