Unas migas en el balcón
Podemos no creer en Dios, pero es complicado prescindir de la trascendencia sin desesperarse, agotarse o volverse un cínico
La serie de Berto Romero El otro lado (Movistar +) hace un homenaje a la historia de la parapsicología española: Fernando Jiménez del Oso, Germán de Argumosa, el grupo Hepta de la psíquica Paloma Navarrete y, claro, Iker Jiménez. No están todos, pero casi. En La Mesías (Movistar +), de Javier Calvo y Javier Ambrossi, aparecen dos temas clásicos de este mundo: las sectas fundadas por personas con supuestos poderes y los ovnis. El protagonista asume su trauma en forma de contacto extraterrestre y la serie abre y cierra con un grupo de abducidos que se reúnen en la montaña de Montserrat. En los últimos meses, el gobierno de Estados Unidos ha desclasificado material sobre el fenómeno ovni, la NASA ha anunciado este verano un comité para estudiar la posible presencia alienígena y un investigador presentó un supuesto ser no humano en el congreso de México. Como decían en Expediente X, queremos creer.
En el XVIII, la Ilustración construyó un muro entre lo que existe y lo que no existe, lo que puede ser nombrado, medido y clasificado —para ser vendido—, y lo que solo tiene el soporte de la narración. Nosotros estamos en el lado de las cosas que existen y duendes, monstruos, fantasmas e incluso Dios quedaron del otro lado. Es lo que el sociólogo Max Weber llamaba el desencantamiento del mundo. El muro nos dejaba solos, pero no lo sabíamos. Muy pronto, lo arrinconado comenzó a rebelarse contra su no existencia y sus seres poblaron el Romanticismo. Todos los países comenzaron a establecer su mitología nacional de duendes, hadas o procesiones que anuncian la muerte. La novela gótica está llena de fantasmas, vampiros y maldiciones, rastros del Antiguo Régimen que se desplazaban a las ciudades industriales para recordar que la ciencia no era capaz de explicarlo todo. También aparecieron los seres que nos visitan en momentos especiales para conservar el ritual del regalo, como San Nicolás, Papá Noel o los Reyes Magos. Ese mundo que no existe comenzó a ser un privilegio de la infancia porque la madurez era no creer.
Las reuniones para contactar con muertos tuvieron su momento álgido tras la Primera Guerra Mundial y desaparecieron tras la Segunda. Quizá, el conflicto dejó demasiados muertos o mostró que la idea de que hay personas con capacidades especiales es peligrosa
Poco a poco, los no muertos acapararon todo el espacio. En Occidente, el concepto de más allá se secularizó para evitar vincularse al ocaso de la religión, lo mismo que la idea de que el ser humano tiene capacidades que desconoce y que algunas personas pueden desarrollar. A mediados del XIX, las reuniones para contactar con personas fallecidas comenzaron a ser habituales entre la clase alta y los médiums eran tan famosos como hoy lo son los deportistas. La práctica tuvo su momento álgido tras la Primera Guerra Mundial y desapareció tras la Segunda. Quizá, el conflicto dejó demasiados muertos o mostró que el ser humano es lo que es y la idea de que hay personas con capacidades especiales es peligrosa si se toma muy en serio.
Llegaron los extraterrestres. Durante medio siglo, el cielo albergó los temores y esperanzas que anteriormente se habían depositado en el más allá y también era una buena imagen del mundo bipolar. Del universo, podían venir seres que secuestraban a personas y mutilaban el ganado o una civilización más avanzada que nos enseñaría un camino de perfección que habíamos desligado de lo religioso. Podemos no creer en Dios, pero es complicado prescindir de la trascendencia sin desesperarse, agotarse o volverse un cínico. Con la caída del muro de Berlín, desaparecieron los ovnis. En el cine, dejaron paso a los zombis, la metáfora perfecta del modelo social del neoliberalismo nihilista. En las creencias, comenzó la época de las conspiraciones, donde aún estamos. Hay un otro que me vigila y que lo controla todo porque es la causa de todas las consecuencias. Hemos sacado a Dios de la sala de máquinas para poner al Club Bilderberg o los chemtrails porque imploramos caso. Los seres humanos necesitamos sentir que somos importantes para alguien.
Quizá, la principal señal de optimismo que tenemos ahora mismo sea el regreso del fenómeno ovni, ya que muestra el agotamiento del nihilismo. Hay un retorno de la espiritualidad
Quizá, la principal señal de optimismo que tenemos ahora mismo sea el regreso del fenómeno ovni, ya que muestra el agotamiento del nihilismo. Hay un retorno de la espiritualidad que va más allá de la creciente presencia de los símbolos religiosos en la política y del ascenso de movimientos fundamentalistas. Los escritores Josep Maria Esquirol o Pablo D’Ors llevan años explorando ese retorno a través de elementos cotidianos como la casa o el silencio. El filósofo Byung-Chul Han defiende el regreso de la transcendencia y las grandes narraciones contra la sociedad del cansancio y la autovigilancia.
Queremos creer. Es probable que no podamos huir de la interpelación desesperada de la famosa psicofonía: “¿Y yo qué hago aquí?”. El muro levantado por la Ilustración cerraba el camino abierto miles de años antes, cuando el ser humano comenzó a imaginar las respuestas a esa pregunta. Era un horizonte cuya senda se recorría no solo a través de la religión, sino con el arte o la propia esperanza personal, y cerrarla nos deja encerrados con un único juguete: nosotros mismos. Estamos en una sala llena de espejos. Queremos derribarlos —al menos un día— y buscamos una grieta a través de los que pueden creer: los niños.
Realizar con mimo los rituales para mantener la creencia nos conecta con ese horizonte donde hay cosas que no pueden ser medidas y clasificadas. Preparar el plato de leche y las galletas o un trozo de roscón. Levantarse al día siguiente y comprobar que solo hay migas. Basta con eso. Unas migas.
Jorge Dioni es periodista y escritor, autor de ‘La España de las piscinas’ y ‘El malestar de las ciudades’ (Arpa).
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