El estado de la libertad de expresión (una biopsia de andar por casa)
Vivimos en una democracia plena, pero el código que rige nuestra convivencia está pidiendo a gritos una reforma que blinde el derecho a la palabra
En su libro Qué significa todo eso, el físico Richard Feynman lamentaba que el principio de incertidumbre de la mecánica cuántica no hubiera permeado en la cultura popular. Feynman lo resume así: “Ser conscientes de que nada puede ser establecido de forma exacta”. Esto mismo me pasa cuando trato de establecer el estado de la libertad de expresión en España. Diría que este derecho fundamental se ha ido contrayendo peligrosamente en las últimas décadas pero que, al mismo tiempo, nunca antes habíamos tenido tanta diversidad de opiniones participando del debate público. Intentaré una aproximación al tema desde la incertidumbre. Vamos al lío.
Nuestra democracia nació tutelada por la dictadura y con la Santa Iglesia adoctrinando en el nacionalcatolicismo durante décadas desde el sistema educativo. El caudillo nos encasquetó una monarquía como garante de que no caeríamos en las garras de la pérfida república y teníamos a ETA sembrando de cadáveres las calles hasta ya entrado el nuevo milenio. No es de extrañar que el código penal vigente, aprobado dos décadas después, herede delitos arcaicos como los ultrajes a España, sus instituciones y sus símbolos, las injurias a la corona o la ofensa a los sentimientos religiosos. No es de extrañar que muchos de nuestros conciudadanos no lleguen a entender por qué esto atenta contra la libertad de expresión ni por qué se debería reformar el delito de enaltecimiento del terrorismo.
Así y todo vivimos en una democracia plena. Con lo complicado del parto, la criatura no nos salió ni tan mal, oiga. Pero, como suele pasar, con los años la cosa mejoró y empeoró al mismo tiempo.
Con el nuevo milenio amanecimos a las nuevas tecnologías, la globalización y el terrorismo islamista. En nombre de la seguridad la lucha antiterrorista impuso límites a la libertad de expresión. Cayó Lehman Brothers, se pinchó la burbuja inmobiliaria y empezó la crisis del 2008. ETA dejó las armas un par de meses antes de que la crisis se llevara puesto, también, a ZP.
Ante la movilización social por las políticas de austeridad y utilizando el terrorismo yihadista como coartada, el nuevo gobierno de Rajoy reformó el código penal y promulgó las conocidas como leyes mordaza, que castigan la resistencia, desobediencia y falta de respeto a la autoridad, la negativa a identificarse y la difusión no autorizada de imágenes de miembros de las fuerzas de seguridad. Por entonces hizo su aparición pública Abogados Cristianos al demandar a Javier Krahe por un vídeo hecho en 1977. El ministro del interior, Jorge Fernández Díaz, declaró a Hazte Oír “organización de utilidad pública”. Estos grupos de ultraderecha relacionados con la secta fundamentalista el Yunque empezaron a demandar a todo el que osase meterse con la fe verdadera. Se multiplicaron así las demandas por ofensa a los sentimientos religiosos.
Las redes sociales, que prometían ser el ágora soñada, terminaron siendo parroquias sectarias que amplifican el fanatismo
A medida que los escándalos deterioraban la imagen de la Casa Real al punto de hacer abdicar al ahora emérito y que los casos de corrupción en el Partido Popular salpicaban al gobierno, crecía la protesta al mismo ritmo que las demandas. Artistas, tuiteros, cantantes, activistas, fotógrafos y periodistas fueron pasando por los tribunales. Y a pesar de que ETA ya no existía, se multiplicaron los acusados por enaltecimiento del terrorismo etarra por simples chistes de humor negro.
Triunfó la moción de censura y empezó un gobierno de coalición progresista que prometió derogar las leyes mordazas y reformar el código penal. Pero…
Pero llegó la pandemia y, ante la protesta de sectores de la derecha y los negacionistas, el nuevo gobierno se valió de las leyes de Seguridad Ciudadana de Rajoy durante el estado de alarma para hacer cumplir el confinamiento. Luego, la falta de acuerdo con EH Bildu y ERC bloqueó la reforma en la pasada legislatura y las leyes mordaza siguen hoy ahí, como si nada. Y a esto hay que sumarle los artículos sobre el adoctrinamiento que permite penalizar una búsqueda por internet, o sobre el discurso de odio, redactado tan ambiguamente que podría utilizarse —como recomendó una fiscal en una célebre circular— para castigar a quienes insultan a los neonazis.
Llegamos a la actualidad y las redes sociales, que prometían ser el ágora soñada, terminaron siendo parroquias sectarias que amplifican el fanatismo y crean esferas estancas donde no existe el diálogo sino la polarización y la bronca. Se implanta la certeza como impostura para mayor efectividad de los algoritmos a la hora de trazar perfiles de consumo despreciando los matices y convirtiendo al que opina lo contrario en hereje digno de censura. Dejamos así a la libertad de expresión en manos de empresas multinacionales cuyo objetivo no es el bien común sino incrementar sus ganancias.
No nos engañemos, vivimos en una democracia plena y muchos colectivos vulnerables que ayer no tenían voz, hoy se hacen oír y participan en el debate público. Sí, pero en tiempos en que los valores democráticos están siendo cuestionados por muchos de aquellos que han tenido la suerte de nacer en democracia, con una crisis del capitalismo global que es tierra fértil para el populismo y el fanatismo, con una emergencia climática como el mayor reto de la historia de nuestra especie, con la certeza como valor identitario y de mercado y la duda que, dicen aún, ofende.
Resumiendo, el código que rige nuestra convivencia está pidiendo a gritos una reforma que blinde la libertad de expresión. Tenemos todos los ingredientes para que una merma aún mayor de este derecho fundamental pueda implementarse desde a legalidad en el caso —nada improbable, por cierto— de que la ultraderecha llegue al gobierno nacional el día de mañana.
Como escribió Feynman sobre la aplicación del principio de incertidumbre en el campo de la opinión pública: “Es mejor decir algo y no estar seguro que no decir nada en absoluto”. Esta es mi opinión pero, bendita incertidumbre, no estoy del todo seguro.
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