Por un estilo gay contra ‘lo gay’
Todas las historias que veo y leo con avidez son insatisfactorias por su deseo de integrar con calzador al homosexual en la vida contemporánea, occidental y capitalista
Mi generación fue de las primeras en toparse con gays en las series y en los libros sin tener que buscarlos. Nada de librerías especializadas ni de videoclubes: durante mi infancia vi que la tele incluía personajes homosexuales como un emblema de modernidad en la España del pelotazo y del matrimonio gay (Física o química, Aquí no hay quien viva…). En menos de 20 años, esa representación se ha extendido tanto como la imaginación del mercado. En las plataformas hay comedias románticas navideñas gays, dramas nórdicos de gays y películas basadas en novelas gays en las que príncipes ingleses gays se casan con el hijo bisexual de la presidenta de Estados Unidos. Como es de esperar, todas estas historias que veo y leo con avidez son profundamente insatisfactorias por su deseo de integrar con calzador al gay en la vida contemporánea (occidental, capitalista).
¿Es eso lo que queríamos? Paco Vidarte o Shangay Lily responderían que no. Hay esfuerzos por hallar una identidad que huya de esta asimilación, como el reciente libro Maricas malas, de Christo Casas, que intenta encontrar al sujeto que escapa de esa representación y mantiene su disidencia. La clave es si esa disidencia es algo que pueda debatirse en términos morales o si en ocasiones se convierte en una pose estética. Es decir, ¿se puede querer ser buena marica mala? Un gay blanco, con estudios universitarios, que viva en una gran ciudad, como yo mismo, difícilmente puede ser disidente. Y la disidencia, en ocasiones, se convierte en una imagen de la que el mercado se aprovecha. Me parece lógica e inevitable la crítica de Casas a a la figura del buen gay, aquel que cabe en la representación y que copa el hueco de la diversidad con su réplica de los privilegios heterosexuales, pero ya hay productos culturales que recrean tipos de “lo LGTBI” de forma rentable, y en los que la diversidad se convierte de forma inevitable en un reclamo publicitario, por muy elaborado que sea el guion o por muy bien que estén dibujados los personajes: véanse Pose o Euphoria.
En su lugar, encuentro más ágiles las estrategias de una serie de obras que plantean formas estilísticas, que no temáticas, para escapar de lo asimilado. La obra del escritor chileno Pedro Lemebel, por ejemplo, presenta la disidencia como una forma de habla casi dialéctica. La novela de culto La vida perra de Juanita Narboni, de Ángel Vázquez, hace algo similar, desde el Tánger del primer franquismo, y usando la voz de una solterona amargada. Las posibilidades son muchas, pero todas tienen algunos aspectos en común. En el año 2005 se publicó en España Contra natura, de Álvaro Pombo, una novela cruel y ácida sobre la(s) homosexualidad(es). Sus personajes se caracterizan por la desigualdad fundacional: los separa la edad, la belleza, la educación y la clase. Aunque los ciclos del deseo los reúnen, pronto queda claro que estas desigualdades configuran su propia experiencia gay. Y esta cuestión dinamita cualquier noción de comunidad. Las múltiples digresiones y una sintaxis compleja imitan esa frustración en un baile enrevesado de voluntades e inevitabilidades lujuriosas. La conclusión es efectiva: para Pombo, la homosexualidad es múltiple, inevitable e insuficiente; está marcada por todo lo anterior pero no desaparece en ningún momento.
En consonancia, el autor anunció en televisión su rechazo a la aprobación del matrimonio gay, en pleno debate en la época. Aunque entonces suponía alinearse con posiciones reaccionarias, el escritor estaba motivado por una visión similar a la que hoy defiende Christo Casas. Para Pombo, el homosexual no podía entrar en la rueda familiar ya que su estado contra natura era no solo una cuestión legal, sino un eje fundamental de su propia definición. El matrimonio vendría a ser una ficción, un engaño estatal que pretendía tapar al homosexual. Aunque Casas denuncia esa misma estrategia —si bien indica que el matrimonio homosexual deberá ser un derecho mientras lo sea el heterosexual—, la identidad alternativa que propone parece dirimirse en la disidencia como categoría suficiente. Y sospecho, como decía, que incluso esa disidencia terminará siendo integrada (domada, higienizada) en algún momento, si es que no lo está siendo ya.
Sesenta años antes que Pombo, Jean Genet inventó otro estilo para evitar la definición moral de la identidad, de la que quizá el mejor ejemplo sea el recientemente reeditado, sin censura, Diario del ladrón. Esta autobiografía hiperbólica defiende una forma antiburguesa que evita la lectura de fácil digestión. Consciente, hasta en épocas en las que la homosexualidad era penada, de que la forma tenía que intervenir en la relación entre raza, sexualidad y clase, Genet escribió a contrapelo de la novela como género, para emborronar y destruir cualquier similitud con este. Su explicitud salvaje es en realidad una cuestión de estilo, no de tema.
James Baldwin insistió en ello en La habitación de Giovanni, obra en la que la homosexualidad es asunto relevante porque supone un riesgo para la posición social de su protagonista. Los ejemplos se multiplican: Té y simpatía, la película de Vincente Minnelli donde no aparece ni un solo homosexual, es quizá el ejemplo más radical de que lo gay no necesita aparición identitaria para constituir una forma, y a finales de diciembre la directora Emerald Fennell estrena Saltburn, en la que busca tratar la seducción como un asunto de clase. La forma tal vez sea una manera de trabajar con lo gay a partir de sus contradicciones, puesto que no parece tener salvación como disputa identitaria contra el mercado.
Puedes seguir a BABELIA en Facebook y X, o apuntarte aquí para recibir nuestra newsletter semanal.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.