Ser pasivo, una declaración unilateral de esperanza
El acoso diario a la sede de un partido político, activismo que amenaza con extenderse hasta Nochevieja según sus organizadores, responde a esa preocupación anticipada que es el miedo y que invita a vivir en la metáfora
Muchos de nuestros peores problemas o preocupaciones nacen por el afán de vivir. El afán de vivir es preocupación, ocupación desatada y precipitada por algo. El acoso diario a la sede de un partido político, activismo que amenaza con extenderse hasta Nochevieja según sus organizadores, responde a esa preocupación anticipada que es el miedo y que invita a vivir en la metáfora, es decir, ver una cosa con las cualidades de otra cosa: la libertad como muerte, el desprecio como verdad. Y sobre ese globo mental algunos vuelcan sus días. Si realmente leyeran la vida, sus vidas, en clave poética, herramienta humana elemental que se atreve a trascender lo meramente utilitario y que parecen desconocer, sabrían que es más importante saber terminar que saber arrancar. La vida, queramos o no, siempre está por hacer y, por eso, casi todo queda sin explicar. El pensador Manuel García Morente lo resumía de la mejor manera: la esencia de la vida es no indiferencia. Es decir, implicación, compromiso. Y podríamos afirmar que ese afán de vivir, que esa no indiferencia, nos está matando en vida. Cierto es que ese afán a veces nos salva, como el del casi ahogado que no se rinde y consigue llegar hasta la orilla cuando ya todos en la orilla lo daban por muerto. Otras, sin embargo, nos hunde. Nos asfixia. Nos ahoga. Dicen los vigilantes de nuestras playas que cuando estamos atrapados en una corriente es mejor dejarse llevar y no hacer sobresfuerzos innecesarios, no intentar aferrarse a la vida, sino abandonarnos a la voluntad de la corriente; esa es la oportunidad que nos da el mundo, no aferrarnos a él. Pocos le atienden. Todos chapoteamos. Respetar la decisión de la naturaleza, no contradecirla, “dejar a Dios que sea Dios”, pedía san Juan de la Cruz.
Esto me lleva a la tarde en que mi padre estaba a punto de entrar en coma, un enfermero del 112 nos reunió a mis hermanos y a mi madre en la cocina —en la que apenas cabíamos los cinco y ahí pensé en la vida tan austera que habían llevado mis padres— y nos pidió, mirando a mi hermano mayor a los ojos, que respetásemos su voluntad. “Respetad su voluntad”, repitió ya volviendo al salón y recogiendo sus cosas. Aquella fue la revelación más alta de mi existencia hasta hoy. La vida es angustiosa. Y lo es por impedir a toda costa, a costa de la vida, que no lo sea, por no aceptar su voluntad que es salvación, por no dejar que la indiferencia nos meza hacia la nada. Ese temor a no ser o a dejar de ser, este temor a la nada, nos empuja al activismo, que es una forma de convicción, compasión y amistad; ahora parece que su mayor y única conquista es la amistad, que no es poca cosa porque desde la amistad nos completamos y de ella dependen las ciudades, donde se celebran las manifestaciones. George Santayana apuntaba que nosotros, y el universo entero, existimos solo por el apasionado intento de retornar a la perfección. “El que es perfecto no se manifiesta”, añade Pessoa en La educación del estoico. El activismo busca la perfección de lo que nosotros, un grupo normalmente mayor de 50 personas, considera como perfección o justicia. Y salimos a buscarla. Así lo hicieron la puertorriqueña Sylvia Rivera y la afroamericana Marsha P. Johnson, activistas travestidas callejeras que impulsaron la revuelta de Stonewall y abrieron el camino a los derechos civiles; las movilizaciones de protesta por el asesinato de Miguel Ángel Blanco que aceleraron el final de ETA; o las movilizaciones feministas del 2018 que han conseguido, por ejemplo, que los abusos sexuales a las mujeres dejen de ser una forma aceptada de nuestro comportamiento cotidiano.
Pero el activismo nunca está completo, como tampoco lo está el capitalismo. Su base sería la igualdad entre los seres humanos, que el beneficio de unos no suponga el sometimiento o muerte de otros, y esa igualdad remota no hará que renunciemos al activismo, que renunciemos a la amistad ni a las ciudades. Etty Hillesum escribió en su diario desde el cautiverio en Auschwitz que la grandeza del hombre está en lo que queda una vez extinguido lo que le confería brillo exterior. ¿Qué le queda? Sus recursos íntimos y nada más. Y esos recursos pueden llegar a completar la esfera del sujeto pasivo, aquel que no se aísla, pero tampoco se impone. El pasivo interrumpe toda tristeza. La pasión está asociada a la pasividad, mientras que la acción es virtud predecible del activo. La pasión integra tanto la emoción como el padecimiento.
Por eso, declararse pasivo es una rotunda declaración unilateral de esperanza, el activismo más solvente en muchos escenarios. El pasivo es el ser despojado, y solo desde ese vaciamiento puede entrar la luz, una luz que no deslumbra, sino que alumbra, ofrece lumbre, fueguecito, proximidad. Quien es pasivo brinda desde su espera la posibilidad de transformación, posibilidad que nos mantiene aquí, que nos saca de la cama y nos empuja a la calle de otra manera, proponiéndonos, como el que es capaz de multiplicar los peces y los panes sin necesidad de enseñar al mundo lo gordo de sus peces y de sus panes. El pasivo está dotado para el Misterio. El pasivo es el más capacitado para olvidar la obsesión de lo que no es, de lo que no llegará a ser.
Ser un buen pasivo es un merecimiento. Es un destino, una forma de relacionarse con la naturaleza y con el propio cuerpo. Hay que trabajar mucho ese destino, eso sí, igual que el bueno trabaja cada día la inocencia. El pasivo encarna la vulnerabilidad más atrevida, la vulnerabilidad cómplice. Ser pasivo es una ficción, y la ficción salva de la insoportable solemnidad de la vida activa. De esa manera, La vida activa, tituló uno de sus textos Chuang Tzu, textos recogidos por Thomas Merton, y en unos de sus versos dice: “Quien busca seguidores, quiere poder político”. Lo contrario a eso sería la vida pasiva, cuyas conquistas no se alimentan de poder, sino de sombras, donde habitan los santos, los que no pretenden ser vistos. Así lo entendía el poeta místico alemán Angelus Silesius: “La rosa es sin porqué, florece porque florece”.
No actuar, no participar, no supone necesariamente irresponsabilidad. En todo caso será decisión desacertada, renuncia, pero no irresponsabilidad moral. Recordemos que la palabra moral procede del sustantivo latino mos-moris, que significa precisamente “hábito, costumbre”. La quietud puede ser otra forma de no indiferencia, de hábito, de sana costumbre. La quietud es la antesala de la plenitud cuando está formada de autolimitación, de consideración, de política, de lo que el teólogo Karl Rahner definió como “hacer sitio”, o san Benito como la “sabia mesura”, madre de todas las virtudes. Lo contrario, la desmesura, la voluntad borracha de sí misma, era para los antiguos griegos el peor defecto de las personas. No deberíamos enorgullecernos de nada de lo que somos o hacemos. En los últimos años, lo viral, normalmente motivado por inercias como la declaración de un torero tertuliano o el chuminero, ha desinflado la urgencia de lo multitudinario, que ahora tiene más de tumulto que de multitud. El sociólogo Émile Durkheim ya dijo que toda representación colectiva tiene algo de delirio. Y de delirio se alimenta el fanático, el fundamentalista, el hombre de la cosa segura, como Javier Milei. Lo contrario, sería la duda, la incertidumbre moderada, la humildad. Y la gratitud. El neurólogo Oliver Sacks se fue de este mundo con un magnífico texto en el que daba las gracias por haber vivido muchas cosas, algunas maravillosas y otras horribles. Irene Montero podría haber seguido sus pasos y marcharse de su puesto de trabajo sin reproches y pidiendo perdón por los posibles errores cometidos. Así lo hacían los primeros cristianos antes de empezar el día y certificar su unidad, se pedían perdón unos a otros. La defensa de la igualdad se sostiene mejor desde una humildad verdadera. Parece que solo desde ahí podemos llegar a aquel escenario donde lo injusto no sea la última palabra. El mal seguirá cuando no estemos aquí, pero la compasión —vivir la intensidad del otro—, y la pertenencia —ser propio de los demás—, aliviarán su tufillo criminal.
Muchos de los extremos que recogen esa forma de estar en el mundo, de esa vida íntima, pasiva, apasionada, los entrega la directora lituana Marija Kavtaradze en Slow, su nuevo trabajo coproducido por España que llegará a los cines el 5 de enero y que con toda probabilidad será una de las películas más necesarias que pasen por nuestras salas el próximo año. La directora recuerda que puede existir algo más estimulante que el amor o el sexo: la complicidad. Slow confirma que pocas cosas más sucias en este mundo que el amor propio. La cinta recoge la relación íntima entre Dovydas, un chico que trabaja como intérprete de personas sordomudas, y Elena, bailarina de danza contemporánea, ambos se conocen tras una clase de baile que ella imparte y crean un universo que parece inexplorado cuando están juntos, cuando se entregan; el espectador es testigo de esa intimidad tan frágil, tan vulnerable y completa, tan labrada en las sombras de la condición humana. Slow es una película que gira en torno a la asexualidad. También en torno a la eternidad, que aquí rompe las formas del tiempo, y que parece la verdadera misión, lo eterno, lo divino sin pirotecnia. Ellos, sujetos pasivos, nos convierten a nosotros en sujetos sensibles y nos convocan a esa transcendencia inalcanzable que se da cuando los dos se atienden.
Pero insistamos en la etiqueta de película asexual. Porque algunas etiquetas nos posicionan en el mundo, nos comprometen con la verdad. Por fin esta identidad tiene un referente en la ficción que no caiga en el almíbar de la idealización. Por fin esta identidad —incomprendida, desconocida o ridiculizada por casi todas las identidades— cuenta con una narrativa cruda y certera como la que aquí se cuenta. Ir al cine a ver Slow podría considerarse como otro acto pasivo, ejercicio de resistencia contra la finitud. En un momento de la película, tras masturbarse en la ducha, Dovydas le dice a Elena: “No necesito centrar mi sexualidad en alguien”. La vida hecha de voluntades: no indiferencia.
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