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Columna
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Contra el consentimiento

La jurista Catharine MacKinnon propone un salto a lo estructural: frente al paradigma liberal del consentimiento, donde todo se subjetiviza, reclama regresar al paradigma de la igualdad, porque las desigualdades sí son hechos objetivables

Ilustración Máriam B
DEL HAMBRE
Máriam Martínez-Bascuñán

Que tal afirmación se incluya en el título de un libro inequívocamente feminista es un pequeño terremoto. El título completo es La violación redefinida. Hacia la igualdad, contra el consentimiento, y lo firma un icono de la lucha de las mujeres, nada menos que la creadora del concepto de acoso sexual en el derecho estadounidense, y quien logró el reconocimiento de la violación como crimen de guerra en el derecho penal internacional. Hablo de la profesora y jurista Catharine MacKinnon, referente de la Segunda Ola en Estados Unidos y del feminismo radical, quien ha irrumpido como un vendaval en el debate francés sobre la definición del concepto de violación. Lo hace, además, cuando la propia Francia y Alemania se niegan a ratificar la definición de violación basada en el consentimiento en el proyecto de directiva europea contra la violencia machista. Es un debate muy interesante, sobre todo cuando parecía que la ola global feminista del #MeToo (o de nuestro #SeAcabó) había ungido al consentimiento como el elemento central de las relaciones sexuales y, sobre todo, del delito de agresión sexual.

MacKinnon dice que el problema del consentimiento es colocar “el peso de la prueba legal en la víctima y no en el acusado”. Se pregunta por qué hemos de centrarnos en el deseo o la voluntad de la víctima en lugar de poner el foco donde toca: en el comportamiento del victimario. La vieja leona del feminismo se pregunta (y nos pregunta) si de veras creemos que, al incluir el consentimiento en una ley, conseguiremos que la sociedad, o los tribunales, crean a una mujer que afirme: “No consentí”. Una cultura como la nuestra, donde la mujer sigue sexualizada, opera simbólicamente reproduciendo los mitos de la violación: se insinuó porque quería, se me puso a huevo, lo estaba deseando, lo hizo para aprovecharse… ¿Acaso estos prejuicios machistas quedarán mágicamente en suspenso porque una mujer haya dicho previamente “no”? Como señala la autora, ser sexualizado, algo que también sucede con menores, implica que “el poder atribuye a personas impotentes la idea de que de verdad lo quieren”. Por eso centrar todo el debate en el consentimiento significaría hacerlo sobre “una proyección del punto de vista masculino”. MacKinnon propone un salto a lo estructural: frente al paradigma liberal del consentimiento, donde todo se subjetiviza, reclama regresar al paradigma de la igualdad, porque las desigualdades sí son hechos objetivables. Es una elegante vuelta a Marx, una propuesta audaz, casi antigeneracional: regresar a la mirada sistémica, a la denuncia y la lucha contra las condiciones que permiten una violación.

Según MacKinnon, la principal lectura del #metoo no debería haber sido que el sexo debe ser consentido, sino que la sexualidad tiene lugar en un contexto de desigualdad estructural de poder. Piensen en nuestro #SeAcabó. Si el debate lo centramos en el beso no consentido de Jenni Hermoso, ignoramos algo mucho más objetivable, la posición de poder de Rubiales, y evitamos juzgar cómo aprovecha una situación de desigualdad para lograr su propósito. Para MacKinnon, lo que verdaderamente fortalecería la definición de la violación o de la violencia sexual no es, en fin, incluir el consentimiento, sino añadir el reconocimiento explícito de las desigualdades de género, clase, raza o edad. A sus 77 años, nos da así una buena sacudida, recordándonos que nuestra palabra está condicionada por un contexto de desigualdad y es ahí donde hay que mirar: al lugar de siempre.

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