Os lo merecéis
El ego es inflamable. Tanto, que a veces uno lo esconde de tal forma que termina por no saber dónde está y acaba sin saber quién es
Cuando salió al escenario a recibir su premio Ondas, la actriz Úrsula Corberó siguió un guion predeterminado de agradecimientos que incluyó, por supuesto, a su familia y a su pareja, y cuando se estaba alejando del micrófono reparó en algo asombroso, un olvido imperdonable, y volvió a hablar mientras todo el público ya aplaudía: “Ah, espera, espera, ya termino. Me lo dedico también a mí misma por ser tan trabajadora, tan valiente, que estuve a esto de decir que no a este personaje, ¡y por ser tan maja!”. Y, riéndose, se fue con su premio más a gusto que Dios. Entre otras razones, por haber dicho la verdad.
Vi esos pocos segundos en un informativo y mi vieja y cansada cabeza se fue automáticamente al 17 de junio de 1990. Se jugaba el Mundial de Italia y la selección española ganaba 3-0 a Corea del Sur con tres goles de Míchel. Míchel había sufrido muchas críticas, merecidas bastantes de ellas, y se resarció contra Corea marcando tres goles, el último de ellos tras dos recortes en el área que le plantaron frente al portero, al que batió de un tiro cruzado. Entonces —imagen icónica de los Mundiales españoles, como su no gol a Brasil: todo eran desgracias— lo celebró lleno de rabia señalándose el pecho y gritando en la soledad furiosa de Udine: “¡Me lo merezco!”.
El “me lo merezco” no acabó bien, porque en octavos de final Míchel, en la barrera de una falta yugoslava, se agachó y el balón le pasó silbando como una bala que terminó en nuestros cuerpos, pero el grito sobrevivió bien. Era el ejemplo de una exhibición de amor propio en un ámbito, el público, en el que eso no estaba/está bien visto. Hasta Maradona, dedicándole una victoria de Argentina a todos los que dudaron con un “la tenés adentro” o “que la chupen y la sigan chupando”, estaba mejor visto que dedicándose esa victoria a sí mismo. El ego es inflamable. Tanto, que a veces uno lo esconde de tal forma que termina por no saber dónde está y acaba sin saber quién es.
Úrsula Corberó lo recordó al final de su intervención. ¿Cuántas cosas de las que hacemos merecen nuestro reconocimiento y preferimos ocultarlo al punto de que, incluso en privado, preferimos descargar la responsabilidad del éxito en otros? ¿Y qué consecuencia tiene eso en nosotros? Corberó necesitaba decirlo y, aun así, casi se olvida, porque no está nuestra cabeza para decir en público aquello que pensamos: que sí, que dudé en coger ese papel, pero al final fui valiente y lo acepté, y, qué coño, soy bastante maja. “Eso lo tienen que decir los demás”, contestamos automáticamente cuando alguien nos pregunta sobre algo valioso, aunque sea discreto, de nosotros mismos. “¿Te consideras buena persona?”. “Eso lo tendrán que decir los demás”. “¿Eres como Himmler?”. “Bueno, yo no soy quién para juzgarme”.
A veces, el “me lo merezco” no tiene por qué surgir de nada que hayas hecho: simplemente, crees que lo mereces. Por lo que has pasado, por lo que has ambicionado y conseguido, o porque de repente estás a gusto y sientes que sí: que lo mereces, no le des más vueltas. Acabo de salir del asador Etxebarri, de saludar a su chef Bittor Arginzoniz, de compartir velada con siete vizcaínos que ya son mi cuadrilla y, al subirme al coche, recordé las angulas a la brasa y pensé: “Me lo merezco”. Y no se me ocurrió dedicárselas a nadie porque hay alegrías que, si quieres dedicárselas a alguien, deberías primero ponérselas en la boca. Antes de digerirlas tú.
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