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tribuna
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Ser resistencia

No son los jóvenes los únicos responsables del triunfo de Milei, pero nos toca reconocer que han sido muy poco atendidos por el sistema. En este y en otros aspectos, nos debemos hacer una seria autocrítica

Seguidores del candidato a la presidencia y ministro de Economía de Argentina, Sergio Massa, tras conocer los resultados electorales, el pasado domingo en Buenos Aires.
Seguidores del candidato a la presidencia y ministro de Economía de Argentina, Sergio Massa, tras conocer los resultados electorales, el pasado domingo en Buenos Aires.Matias Delacroix (AP)

Motosierra en mano, apareció como el que quería destruirlo todo: los derechos humanos, los avances democráticos, las leyes, los medios públicos, la Seguridad Social, la educación, el sistema de salud, los feminismos… Destruir todo aquello que tuviera relación con sus dos principales obsesiones: el Estado y la “casta política”. Una puesta en escena que recordaba aquella del 2001 en que la gente salió a las calles, harta de la ineficiencia del Gobierno a gritar “Que se vayan todos”. Javier Milei repite hoy el grito, pero desde un lugar que recuerda más a Trump y a Bolsonaro, con sus discursos antiderechos y antisistema, mesiánicos, xenófobos, racistas y misóginos, que al pueblo enardecido de aquel momento. Sin embargo, el hartazgo de una amplia mayoría de la población (¡más del 55%!) es similar al de entonces.

Frente a este personaje, lo primero que apareció para muchos fue el desconcierto (“¿Quién es?”, “¿De dónde salió?”), después la descalificación (“No tiene propuestas”, “Es un loco”) y finalmente el espanto: el domingo 19 de noviembre podía suceder lo peor.

Y sucedió.

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Alguien cuyo éxito venía del TikTok, de negar la violencia de la dictadura, de burlarse de las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo, de oponerse al aborto y de defender el libre mercado al punto de postular la venta libre de órganos, de personas y de armas, había sido elegido nuevo presidente de la República.

El espanto se transformó en dolor: el mismo año que está cumpliendo 40 años nuestra democracia —construida paso a paso, después de la brutal dictadura (1976-1983) que prácticamente acabara con una generación, por una sociedad lastimada, pero convencida del valor del respeto a los derechos humanos— el voto popular le dio el triunfo a un ultraderechista oscuro e impredecible que se ha apropiado de la palabra “libertad”.

Me detengo en un aspecto del perfil de los votantes; el que muestra el porqué del voto juvenil por Milei. Hay una nueva generación que ha crecido en democracia, que está desencantada y frustrada ante un presente que le ofrece pocas posibilidades de desarrollo y superación; el 70% de estos jóvenes de entre 16 y 24 años eligieron la política de la motosierra. Muchos de ellos ni siquiera están de acuerdo con las propuestas políticas de Milei, pero están hartos de un sistema que los excluye y celebran los discursos del influencer que promete destruir a la clase política.

¿Quién se atreve a juzgarlos cuando más del 43% de ellos vive en la pobreza? “Un 11,1% más que el grupo de 30 a 64 años. Mientras que la desocupación general es del 6,2 %, el 13% de la población juvenil no tiene trabajo. (…) Estas condiciones se entraman con la degradación de las condiciones de muchos barrios populares, con servicios deficientes, carencia de transporte público y pocos espacios de encuentro y socialización para las juventudes”, según el especialista Pablo Vommaro.

No son ellos los únicos responsables del triunfo de Milei, pero nos toca reconocer que han sido muy poco atendidos por el sistema. En este y en otros aspectos, nos debemos hacer una seria autocrítica: pensar en el fracaso de las medidas económicas, en la fragilidad de las políticas sociales, en la fallida transmisión de la memoria. Ahora tenemos que imaginar cómo construir redes de resistencia dentro del campo institucional —el Congreso, donde Milei está en minoría, tiene que ser terreno de acuerdos inteligentes— y en las calles, con los sectores que, aun en su descontento, buscan caminos democráticos para defender los derechos conseguidos. Pienso en la fuerza del movimiento feminista, por ejemplo. También allí están las jóvenes, no lo olvidemos, no les fallemos. Pienso en las organizaciones de base, en los espacios de defensa de las diversidades sexuales, de los pueblos originarios, del medio ambiente. Pienso en nuevas narrativas para contar nuestra historia y en nuevas, novísimas, maneras de transmitirlas.

El domingo en la noche lloré y puse un listón negro en todos mis perfiles; el lunes me desperté desolada y angustiada. Hoy, que escribo estas líneas para ustedes, asumo, con muchas y muchos, una vez más este lugar de resistencia y oposición que tan bien conocemos. Como dice ese hermoso dibujo que circuló en redes —una mujer con pañuelo en la cabeza, una bandera, lágrimas en los ojos y el brazo en alto—: “Claro que voy a ser la resistencia, pero antes voy a llorar”. Ya lloramos, ahora hay que trabajar.

Como gente comprometida con los derechos humanos y con la defensa de la democracia, nuestro deber ético es respetar la voluntad popular —como dice una querida amiga, hija de desaparecidos, “porque nosotros no somos ellos”— y luchar con dignidad, con inteligencia, con empatía, con creatividad, desde la oposición para impedir la aniquilación de lo mejor que ha logrado el país en los últimos 40 años, y construir desde allí una realidad más incluyente, más sensible, más atenta a las necesidades de las mayorías.

Por los que están, por los que ya no están y sobre todo por los que vendrán.


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