La Argentina, otro país
El país ha terminado de demostrar que es, ahora, un país desesperado, porque hay que estar desesperado para votar a un señor que dio tantas muestras de su desequilibrio y su ignorancia
Anoche la Argentina se volvió otro país. O, quizás, el que ya era y muchos no supimos reconocer a tiempo. Yo no lo supe reconocer a tiempo: solía creer en el mito del país casi educado, casi solidario, casi inteligente, con cierto orgullo pese a todo. La Argentina ha terminado de demostrar que es, ahora, un país desesperado, porque hay que estar desesperado para votar a un señor que dio tantas muestras de su desequilibrio y su ignorancia ―que, además, tantos consideraron valores positivos―. En ese país nuevo ser agresivo, limitado, insultar y amenazar se apreciaron como signos de “autenticidad”. Y anoche ese país, por pura desesperación, puro despecho, decidió que lo condujera ese personaje pequeño y caricaturesco sin más recursos que dos o tres eslóganes, unos cuantos gritos.
Anoche la Argentina se volvió ese país: uno cuya máxima autoridad será, por decisión de 14,5 millones de sus ciudadanos, este señor mentiroso, inestable, fanático y primario. Aunque parece que ni siquiera lo decidieron esos ciudadanos. El señor mentiroso ya había explicado hace unos meses que Dios le había anunciado, a través de su perro muerto, que sería presidente. Sucedió: su triunfo es la prueba definitiva de la existencia de Dios y de la existencia del perro e, incluso, de la existencia de Javier Milei.
El señor Milei dice que es de ultraderecha. O dice que es “anarco-capitalista”, otra mentira: el anarquismo está contra toda forma de poder, político, económico, religioso, genérico, racial; el capitalismo es la consagración del poder del dinero. Se puede ser anarco o ser capitalista: los dos a la vez es imposible.
Pero el señor Milei no ganó las elecciones porque su programa –que nadie conoce bien, que fue cambiando sin parar– haya seducido a millones. Las ganó porque los argentinos llevan demasiado tiempo subsistiendo apenas, sin esperanzas a la vista, y él consiguió representar el odio de sus compatriotas por la clase política que condujo el desastre. La Argentina de ahora vive cohesionada por un mito: que hay unos malos muy malos que la arruinan. Para unos los malos son unos, para otros son otros, pero la ventaja del Mito de los Malos es que excluye cualquier culpa propia. 45 millones de personas se sienten expoliadas y engañadas por unos pocos miles, y no se les ocurre pensar que quizá tengan alguna responsabilidad en todo eso; es más fácil culpar a esos políticos ―que ellos mismos eligieron, por supuesto―.
Así que, en ese país donde la gran mayoría quería votar en contra, nadie pareció más contrario que el señor Milei. El señor Milei consiguió convertirse en el símbolo del odio. Durante buena parte de su campaña su propuesta fue simple: hay que romper todo, hay que romper todo, hay que romper todo, hay que romper todo –y yo soy el que puede hacerlo porque soy el más violento, el rey de la selva, el León, como se hacía llamar. Y tantos lo siguieron, adoradores de la motosierra, aunque la mayoría no tuviera claro qué haría este rey para solucionar sus sufrimientos.
(El señor Milei representa la continuidad de una línea que ya ha durado décadas. Sin ideas, sin debate, sin futuros, la Argentina se volvió un país reaccionario: un país donde cada gobierno hace tantos desastres que el siguiente asume para reaccionar contra ellos, deshacerlos. El gobierno de Alfonsín llegó para deshacer el entramado asesino de la dictadura; el gobierno de Menem, para deshacer el caos económico de la hiperinflación alfonsinista; el gobierno de De la Rúa, para deshacer la corruptela menemista; el gobierno de Kirchner, para deshacer el desastre neoliberal antiestatista; el gobierno de Macri, para deshacer el tinglado corrupto-clientelar del kirchnerismo; el de Fernández para deshacer la pobreza macrista, y ahora el de Milei para deshacer la miseria peronista y de todos los demás y, ya que está, el Estado. El problema de cada uno de esos gobiernos surge cuando se les acaba ese breve lapso de la reacción: cuando empiezan a aplicar sus propias recetas preparan, con sus desastres, la reacción siguiente. Un país reaccionario es un país sin proyecto, hecho a manotazos, deshecho a manotazos, un país calesita.)
No sabemos mucho del señor Milei. Pese a todos los escrutinios, ignoramos quién es, qué quiere y, además, lo cambia todo el tiempo. En estas últimas semanas se dedicó a contradecir casi todo lo que había dicho en los meses anteriores –lo que lo había llevado hasta ese lugar– para moderarse y seducir a los votantes de buena familia que temían sus desmanes. Entonces negó que quisiera terminar con la educación pública, la salud pública, los subsidios a los servicios públicos, el peso argentino, el Banco Central, el aborto, la educación sexual, los derechos laborales y tantas otras cosas. Y, tras una larga campaña basada en condenar a la casta, terminó aliado con lo más rancio de ella. O mentía antes o miente ahora, como lo hizo en su discurso de celebración de la victoria, donde repitió sus mentiras más clásicas. Que la Argentina era la “primera potencia mundial a fines del siglo XIX”: nunca lo fue. Que ahora está 130 en el ranking económico: ronda el puesto 40. Y que con él el país volverá a ser una potencia: lo repite hasta el cansancio, aunque tardará, dice, para lograrlo, 35 años. Seguramente pocos recuerdan que el último gobierno que trajinó ese eslogan –”Argentina Potencia”– fue el de Isabel Perón y José López Rega (1974-76), de triste memoria y violento final. Ojalá alguien se lo cuente.
En cualquier caso, el señor será presidente. Con un personaje tan mutante y falaz es muy difícil prever nada. Lo más sólido que tiene es su fanatismo: es un fundamentalista del mercado, alguien que cree que las relaciones humanas deben ser reguladas por la compra y la venta, y por eso le parece bien que, mientras haya un comprador y un vendedor, se trafiquen órganos humanos, niños, armas. Así se sintetiza su visión del mundo: las relaciones entre personas consisten en comprar y vender. O sea: que alguien gane lo que otro pierda, que una sociedad sea esa selva donde los más fuertes logran beneficios y los demás intentan sobrevivir. Es lo contrario de cualquier idea de solidaridad, de construcción de un espacio común donde todos colaboremos para vivir como nos merecemos. Es el individualismo más extremo, so pretexto de que el Estado es un instrumento para que los políticos nos roben. Lo es, demasiado a menudo: entonces corresponde sanarlo porque, lamentablemente, es la única forma que hemos sabido inventar para moderar los desequilibrios y respaldar a los que más lo necesitan. El fundamentalista, en cambio, propone destruirlo: eliminar cualquier interferencia en los negocios de los que hacen negocio.
Pero nadie sabe qué hará. El señor Milei tiene el Poder Ejecutivo y nada más: muy pocos diputados, ningún gobernador. Por no tener, tampoco tiene idea de cómo se maneja un gobierno. Lo ha dejado muy claro: ni la menor idea. Así que ahora la única esperanza es que, como buen político argentino, el señor Milei no cumpla nada de lo que prometió durante su campaña.
El señor Milei no tiene ni idea, pero tiene una misión, un apostolado: es un fanático que tendrá que aprender a contener sus arrebatos. La paradoja es cruel: ahora, cuando consiguió todo este poder, deberá reprimirse. Ya empezó a hacerlo en la campaña, y habrá de hacerlo más cuando sea presidente. Sus opciones futuras, grosso modo, son dos: si hace algo de lo que dijo que iba a hacer, millones de personas y el peronismo y los sindicatos y los desocupados saldrán a la calle para impedirlo, y entonces deberá recurrir a la represión que prepara su vicepresidenta, Victoria Villarruel, hija y sobrina y nieta de militares más o menos asesinos, cuando anuncia que su gobierno –que solo habla de “reducir el Estado”– triplicará el presupuesto militar.
La otra opción es que no haga nada o casi nada de lo que anunció, que se choque con las paredes de su cargo, se vaya disolviendo, y entonces sus votantes desilusionados empezarán a reprochárselo, a pedirle cuentas, a abandonarlo poco a poco.
En las dos opciones cabe, pese a todo, una visión optimista: que el fracaso muy probable del señor Milei abra el espacio para que el gran descontento, el gran cabreo, se reúnan por fin en una fuerza crítica más o menos de izquierda que ofrezca mecanismos más solidarios, más justos, más reales para canalizarlos. O sea: recuperar el espacio que inesperada y desesperadamente ocupó Milei en el imaginario colectivo y llenarlo con propuestas que traten de solucionar esas necesidades, esa desesperación –y no con los delirios de un defensor de los que las causan y lucran con ellas.
Javier Milei mostró un vacío estrepitoso en la política argentina: el que representan esos millones que no quieren ni pueden vivir en este país y están dispuestos a cualquier cosa para cambiarlo, incluido votar a un delirante. Lo terrible no es que haya ganado Milei; lo terrible es que Milei se haya constituido en la forma de manifestar el rechazo a esta estructura fracasada. Pero parece claro que muchos de sus votantes no quieren esa sociedad que él les propone, con la ley de la selva como norma central. Allí, quizás, hay un espacio para buscar otros encuentros.
Ojalá lo puedan hacer, pero quién sabe. Es probable que, como tantas veces, me equivoque: al fin y al cabo estoy hablando de aquel país que conocía, no de este, que quiso entronar a un tronado. Aun así, incluso en este, creo que se vienen los tiempos más turbulentos que ha pasado una nación especializada en tiempos turbulentos. Ojalá no sean demasiado violentos, demasiado dañinos. No es fácil, ahora, Milei mediante, asegurarlo.
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