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Elecciones en Argentina
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

¿Es mejor ser mejor?

En los debates de ahora no se trata de demostrar lo bueno que es uno, sino lo malo que es el otro. Lo practican casi todos: pocos, con el entusiasmo y las expectativas de los señores Massa y Milei

Javier Milei y Sergio Massa
Javier Milei y Sergio Massa, durante el último debate presidencial, en Buenos Aires, el pasado 12 de noviembre.Pool (Getty Images)
Martín Caparrós

Los cartelitos decían que se llamaban Javier Milei y Sergio Massa: dos cincuentones sobre un escenario. El escenario era oscuro, con ese brillo oscuro de las discos baratas, el fondo oscuro decorado con unas rayas blancas desparramadas, prófugas, la rabieta de un niño al que no dejan usar otros colores. Esos rayones no deberían ser una metáfora.

Los cincuentones usaban trajes oscuros parecidos, aunque el de la izquierda lo llevaba un poco grande, mal calado, como comprado de ocasión; el otro, en cambio, era una pinturita: uno que se preocupa y que se ocupa. Los dos tenían camisas celestes y corbatas oscuras: el uniforme triste de persona seria. Y estaban allí, de pie ante sus atriles, para tratar de convencer a millones de personas de que yo –y no él– debería gobernarlos. Debe ser complicado hablar un par de horas proclamando que soy el más mejor.

Aunque ahora las premisas han cambiado. Hubo tiempos en que los debates electorales consistían en abrumar al contrincante con las ideas, la verba, la empatía que demostraran que quien las exhibía tenía que gobernar. Pero, últimamante, a tono con los tiempos, no se trata de demostrar lo bueno que es uno sino lo malo que es el otro. Lo practican casi todos: pocos, con el entusiasmo y las expectativas de los señores Massa y Milei, los candidatos argentinos.

(Cada uno quería mostrar a los televidentes que el otro es un desastre. Nunca dos candidatos presidenciales tuvieron tanta razón: quizá, ante esa circunstancia, se podría declarar un empate y mandarlos a ambos a gestionar las islas Sandwich y buscar, para la Argentina, alguna solución.)

Y sin embargo, si se trataba de mostrarse mejor que el de al lado, uno de ellos lo cumplió con creces. Si ambos cincuentones hubieran desembarcado minutos antes de uno o dos ovnis, si su audiencia de cinco o seis millones de personas no los hubiese visto nunca antes, el cincuentón de la derecha –Sergio Massa– habría ganado por escándalo. Hablaba bien, acorralaba al cincuentón de la izquierda –Javier Milei– con preguntas que no sabía contestar, enunciaba proyectos concretos comprensibles, terminaba todas sus intervenciones en el tiempo justo: se notaba que las había preparado con esfuerzo y cuidado, y que sabía entregarlas.

Mientras que el de la izquierda balbuceaba, repetía dos o tres acusaciones repetidas sobre los “políticos chorros y mentirosos” y “sus manos porosas” y “el que las hace las paga” y “la justicia social es un robo del Estado” pero, en general, hablaba de lo que quería el otro cincuentón y no conseguía hacerlo hablar de lo que le habría convenido. Su verba, además, hería los oídos: “Mirá, te voy a decir algo. Una economía competitiva como la que yo propongo, al ser competitiva fiscalmente, al ser competitiva laboralmente, está en condiciones de competir. Lo que pasa es que ¿sabés lo que pasa?, pasa que…”. Y confundía sistemáticamente –él, un economista– la palabra comerciar con la palabra comercializar. Por no poder, no podía siquiera decidir si tuteaba o no a su contrincante. O, mejor: lo trataba de usted en las frases aprendidas de memoria, lo tuteaba cuando improvisaba con dificultad. E intentó dos o tres metáforas populistas que no le salieron, como adjudicarle a Johan Cruyff los goles de la selección alemana contra la argentina en el Mundial 74, esas pavadas. Se lo veía muy torpe, sin nada que desarrollar, frente al otro cincuentón que había aprendido todo, que lo decía con aplomo, que lo miraba con desprecio y le recordaba sus peores propuestas: arancelar la educación, liberar las armas, romper relaciones con Brasil y China –los principales socios comerciales–, vender los órganos humanos, desarmar el sistema de jubilaciones, retirar los subsidios a los servicios públicos. Lo que los medios criptomileístas llaman “la campaña del miedo” y que es, en realidad, la exposición de todas esas características de Milei que millones de personas, henchidas de odio lógico, se empeñan en ignorar.

Pero anoche los ovnis estaban descompuestos. Javier Milei y Sergio Massa habían llegado al debate en sus coches hípervigilados, tras muchos meses de campañas y muchos años de exposición al público, en un país donde todo va mal, donde Massa forma parte del grupo que lo hundió y ahora dirige el desastre económico, donde Milei se presenta como un outsider que no tiene nada que ver con el naufragio sino con esos odios que el naufragio provoca.

Por lo cual, pese a su victoria dialéctica, no está nada claro que Massa haya conseguido hacer olvidar que es uno de esos responsables peronistas –y, por tanto, atraer más apoyos. Y, peor, quizás esa misma victoria sea irritante para muchos, lo prive de sus votos: no, este es otro versero de estos que te pueden convencer de que el agua fría está caliente. Quizás, incluso, la torpeza extraordinaria de Milei haya funcionado como un argumento de venta: él no es uno de ellos, es sincero, es auténtico, nos ves que habla como la gente. Quizás, entonces, se haya impuesto el argumento del mayor votante de Milei –perdonen que no les diga el nombre pero no puedo; si piensan mal, acertarán– que dice que lo bueno de su candidato es que no sabe nada de gobernar y no tiene poder para hacer nada. ¿Cuántos argentinos están dispuestos a votar a alguien cuyo mayor mérito es su falta de preparación y de fuerza política y su incapacidad para conducir un Estado? ¿Cuántos pensarán que esa sería su mayor venganza contra esta “casta” de políticos que nos trajo hasta acá? ¿Y cuántos, en cambio, prefieren una estructura lista, preparada, capaz de conducir un Estado con resultados espantosos?

Eso es lo que se juega este domingo. Si para algo sirvió este debate fue para dejarlo perfectamente claro. Ya nadie podrá decir que creía que; ahora, millones trabajarán con sus conciencias para ver qué prefieren: la inepcia de un fanático, las trampitas de un oportunista. La elección no es nada fácil; los broches para taparse la nariz ya faltan en los comercios especializados pero los argentinos, como siempre, conseguirán atarlas con alambre.


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