Un tipo como Milei
El candidato a presidente de Argentina es un caso clásico de inseguridad patológica, de herida narcisista, de masculinidad acomplejada. Parecería una telenovela barata hasta que uno se da cuenta del inmenso daño que puede hacer, si es que no lo ha hecho ya
Nadie sabe con certeza qué va a pasar en Argentina. Le tengo un enorme cariño a ese país contradictorio y difícil sin el cual no se entiende América Latina, por no hablar de las vidas privadas de algunos latinoamericanos de otras partes. Pero así es: yo no entiendo mi vida sin los nombres de un puñado grande de escritores, algunas tiras cómicas, varias generaciones de futbolistas, ciertos músicos o bandas de músicos y un grupo de fabricantes de instrumentos absurdos, por no hablar de la gente viva que es parte de mi mundo, que quiero y me importa. Por eso es tan extraño este momento: es verdad que Argentina nunca ha sido fácil de entender, pero lo que ha sucedido en los últimos meses lleva las contradicciones a niveles inéditos.
Dentro de una semana, si la cordura sale a la calle (y nada garantiza que así sea), los argentinos habrán votado para impedir que Milei sea presidente. Si eso sucede, soltaremos de nuevo la respiración los que la hemos estado conteniendo, o por lo menos los que nos hemos convencido de que una derrota de Milei ocurriría solo en Argentina, mientras que una victoria de Milei ocurriría en todas partes. Si pierde, pensaremos que hemos pasado cerca de un meteorito; pero enseguida tendremos que aceptar que no hemos salido indemnes. En otras palabras: el daño ya está hecho. Quiero decir que Milei puede perder el domingo próximo, pero ni Argentina ganará del todo ni se habrá esfumado lo que tuvo que pasar en la gente —eso que se llama el pueblo argentino— para que la victoria de un tipo como Milei no solo fuera posible, sino probable. Y no sé si otros puedan poner en imágenes concretas la naturaleza del daño, pero daño ha habido: es imposible que media sociedad quiera de presidente a un tipo como Milei sin que eso delate una renuncia a cosas que antes merecían nuestra consideración o nuestro mínimo consenso. ¿Pero a qué renunciaría la Argentina? ¿A qué renuncia la mitad de su gente cuando está dispuesta a entregarle su destino inmediato a un tipo como Milei?
Por supuesto, es muy posible que éstas no sean las preguntas correctas. Tal vez Milei ha conseguido la prestidigitación perfecta del caudillo: que deje de importar el adónde vamos y solo importe a quién jodemos —con perdón— en el camino. El método de Milei (es un decir) me hace pensar en la campaña de la derecha colombiana durante los meses previos al referendo de 2016: cuando el No a los acuerdos ganó el referendo contra todos los pronósticos, su gerente, borracho de éxito, dio una entrevista en la que explicó la estrategia: dejar de hablar de los acuerdos y tratar de que la gente “saliera a votar berraca”. Berraca: enfadada, cabreada, lo que ustedes quieran. Ése es el estado de ánimo que vertebra la persona pública de Milei: el permanente cabreo de motosierra en mano. (A los colombianos, esta imagen nos sacude un poco más que a otros latinoamericanos: la motosierra es el símbolo de las atrocidades cometidas por el paramilitarismo de extrema derecha, que troceaba los cuerpos de sus víctimas incontables, y algunas veces lo hacía mientras las víctimas estaban vivas. Pero esto es tema de otra conversación.)
Lo que más tiene que llamarle la atención a un observador desapasionado —yo no creo serlo del todo: Argentina me importa demasiado como para serlo— es que un personaje tan mediocre esté donde esté. Milei no ha hecho nada bien en su vida: ha sido un economista mediocre, y uno podría señalar también que fracasó como rockero y futbolista si eso no se aplicara a la mitad de los latinoamericanos. Pero esto lo puede ver todo el mundo, y no parece importar. Lo que tal vez no vea todo el mundo, sino solo los que tienen la mala costumbre de mirar a los demás por dentro, es que Milei es un caso clásico de inseguridad patológica, de herida narcisista, de masculinidad acomplejada, o todo junto al mismo tiempo: es así como suelen crecer los que han sido terriblemente matoneados de niños, igual que los que insultan y agreden son siempre los que fueron insultados y agredidos, y los que gritan y dan puños en la mesa suelen haber sido los niños tímidos, los retraídos, los escondidos en un rincón. El objetivo de la vida es reparar la infancia, pero esto cobra matices más dramáticos en unos casos que en otros.
El caso de un tipo como Milei es tan transparente que es conmovedor: Milei quiere que lo quieran todos como nadie más lo quiso antes, con la probable excepción de esa hermana, única familia cercana que aparentemente le queda. Hay una foto en la que abre los brazos frente a un público invisible que, presumiblemente, lo aclama; pero no abre los brazos para abrazar, desde luego, sino para que lo abracen. Para un tipo como Milei, ser presidente significa darles una lección a los que lo matonearon, incluido, probablemente, ese padre ya legendario que le decía que no servía para nada. Todo parece un melodrama, una telenovela barata, un trozo mal escrito de la vida (que siempre está mal escrita, pero a veces se nota menos), hasta que uno se da cuenta de los muchos rasgos en común que tiene Milei con la biografía conocida de los hombres más peligrosos de la historia reciente. Y entonces se da cuenta, también, del inmenso daño que le puede hacer Milei, si es que no lo ha hecho ya, a la idea que los argentinos tienen de su país, de sus conciudadanos y de sí mismos.
Porque Milei dice muchas tonterías excéntricas, y por eso ha ganado horas de pantalla y cientos de miles de frívolos likes. Pero su mensaje central no me parece grave porque sea tonto ni porque sea excéntrico, sino porque es antisocial: porque está fabricado sobre la disolución de la solidaridad entre los ciudadanos, y de hecho ni siquiera parece reconocer la noción de ciudadanos: para él solo hay compradores y vendedores. Por eso le parece legítima la venta de órganos; por eso le gustaría eliminar la educación pública, rezago de un mundo que no está a la venta. Su estrategia es poner una bomba en los cimientos políticos de todas las cosas que nos hemos inventado para proteger a los débiles. También esto es de libro de texto: con frecuencia los más débiles son los que más odian al débil; con frecuencia los impotentes son los que, al descubrirse de repente con algo de poder, más atropellan a los impotentes, ese memorando detestable de lo que fueron alguna vez. Cuando Milei dice que la justicia social es una aberración, cuando propone un modelo de convivencia basado en la defensa del más rico y el más fuerte, cuando dice que la dictadura militar cometió “algunos excesos”, le está apuntando siempre a lo mismo: una ética de la crueldad, del individualismo violento, de la ruptura —sí: con motosierra— de todo lo que suene a cooperación, a comunidad, a ciudadanía.
Una sociedad caníbal: eso es lo que propone. Y no he comenzado ni siquiera a hablar de la misoginia más exacerbada que se ha visto recientemente en mi continente. En fin: gane o pierda, el legado de Milei se va a quedar un buen rato. Un tipo así no se va: se queda para vengarse de lo que no ganó, para romper cosas, para que las cosas que no fueron para él no sean nunca para nadie más.
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