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GUERRA ENTRE ISRAEL Y GAZA
Columna
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Necesitamos palabras nuevas, sin adjetivos, para definir las guerras

En este final de año, teñido de conflictos bélicos, otras dos palabras surgen con fuerza: odio y perdón, ambas difíciles de conjugar

Guerra Israel - Palestina: Palabras nuevas para definir las guerras
Un hombre palestino carga a una niña tras un ataque, en Gaza.Ahmad Hasaballah (Getty Images)
Juan Arias

Es cierto que las guerras son el cañamazo de la historia de la humanidad. Imposible, por tanto, describir las huellas del homo sapiens ignorando sus luchas, desde las tribales de a palo limpio a las modernas y sofisticadas de nuestra era atómica.

Desde la invención de la escritura hasta hoy, el vocablo guerra estuvo siempre en relieve. Con el tiempo fue adornada de adjetivos para tratar de domar su crueldad. Llegaron así las guerras santas, las ideológicas, las quirúrgicas y las mortales, nunca la guerra a secas que resulta demasiado indigesta.

En el ser humano se junta lo más tenebroso y sublime cuando estallan las guerras y resucitan los instintos más primitivos que duermen a la espera de que se conviertan en imperativos de la existencia. No. No existen causas que justifiquen el infierno de la violencia como la perpetrada hoy en la guerra de Israel, con niños decapitados.

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La guerra conlleva siempre también el horror de la tortura, que tampoco admite adjetivos. Siempre creí que ella llevaba ya en su vientre lo sumo de la barbarie. Me equivoqué. Puede sobrepasar todos los límites de la crueldad.

Lo pude confirmar durante la dictadura de Franco cuando aún existían las checas de la tortura. Fue en Madrid. Un abogado, amigo mío, me contó horrorizado que le habían llamado por teléfono para decirle que aquella mañana iban a torturar a una persona que había sido su gran amigo y que habían acabado enemistados. Y lo invitaban a participar también al rito macabro de la tortura. El mensaje era claro: así el torturado sufriría doblemente. El abogado me comentó: “Esos bárbaros no tienen límite”. Cuando la brutalidad estalla no existen adjetivos para calificarla.

En este final de año, teñido de guerras, otras dos palabras surgen con fuerza. Son las del odio y el perdón, ambas difíciles de conjugar. En la guerra de Israel que empieza a configurarse como la de todo el Medio Oriente, se mezclan sentimientos difíciles de metabolizar porque retrae a los tiempos tenebrosos del Holocausto judío. Es una guerra que golpea doblemente sea a los judíos que a los palestinos. Es también una triste guerra de religiones.

Tantos amigos míos judíos pacifistas que luchan por una convivencia con los palestinos de Gaza sufren doblemente y necesitarían hoy para consolarles al gran escritor Amós Os, quien se preguntaba: “¿Quiénes son los buenos y los malos?”. Recordaba que Israel y Palestina no son una cuestión de buenos y malos, sino “un embate entre lo cierto y lo cierto, entre lo errado y lo errado”. Y añadía: “Creo que las personas decentes de todo el mundo no necesitan elegir entre ser pro Israel o pro palestino. Necesitarían ser solo a favor de la paz”.

Veo cada día como los judíos pacifistas están sufriendo con esta guerra. Mi propia esposa, Roseana Murray, poeta, judía, hija de padres que llegaron a Brasil huyendo de Polonia, acaba de escribir: “Este es un momento no de escoger, sino de pedir perdón. Desde siempre estuve a favor de Israel y de un Estado Palestino, lado a lado, bilingües, compartiendo sabores”. Y añade: “Estoy pidiendo a mucha gente perdón dentro de mí. Estoy viviendo un Yom Kippur, día del perdón judío, infinito. Por todos los inocentes muertos de ambos lados. La venganza mata, destruye. No fue ese el judaísmo que me enseñaron mis padres y abuelos”. Y concluye: “Israel no es Netanyahu. La venganza mata, destruye. Continúen buscando la paz con las cuerdas vigorosas del amor”.

El cineasta israelí Amos Gitai en una entrevista al diario O Globo de Brasil cuenta que acaba de presentar en París una adaptación de su primer filme La casa de 1980. Participaron actores palestinos e israelíes trabajando con un músico de Irán y comenta: “Necesitamos mostrar al mundo que podemos vivir y crear juntos. Podemos identificarnos culturalmente”.

Sí, la cultura que evoca el cultivo ancestral de la tierra, es lo más moderno, lo más creativo y el mejor antídoto contra la locura de las guerras. En el lenguaje de la violencia, y más de la guerra santa o de religión, la palabra perdón suena a blasfemia. Y, sin embargo, en la historia de las tres religiones monoteístas siempre ha existido latente, aunque diera miedo, el recuerdo del profeta judío palestino Jesús de Nazareth a quien lo crucificaron por atreverse a predicar el perdón al enemigo. Llegó aún más lejos: al diente por diente y ojo por ojo de la Biblia, llegó a pedir “devolver bien por mal”.

Siempre pensé que devolver bien por mal era un categórico imposible, hasta que un día mi madre me contó cuando ya era adulto una historia que ella vivió con mi padre y que ha resucitado en mi memoria estos días de guerras, torturas, violencias y venganzas.

Mi padre era maestro en una aldea de campesinos, casi todos analfabetos. Muchos de ellos acudían a él cuando recibían algún oficio del ayuntamiento para que les ayudara a entenderlo y a contestarlo. Estaban siempre con miedo. Mi padre enfermó y falleció con 41 años. Yo era un adolescente. Supe por mi madre que uno de aquellos campesinos, sin saber por qué, había denunciado a mi padre de que sufría una enfermedad contagiosa, cosa que era falso, y que los niños seguía yendo a la escuela, que era una sala de nuestra casa, donde lo sustituía mi madre que era también maestra. Fue un golpe muy duro para él.

Un día, ya muy enfermo, supo que aquel campesino que lo había calumniado estaba con un problema grave, a punto de perder su casa y un pedazo de tierra que era lo único que poseía. Mi madre se lo contó. Al día siguiente mi padre le pidió que llamara a quien le había calumniado. Necesitaba hablar con él. Cuando el campesino llegó a su habitación, le pidió con ironía que se quedara a la puerta, sin entrar, para no contagiarse.

“He estado toda la noche sin dormir, le dijo, pensando en tu caso y he encontrado ya la forma de resolverlo porque me ha dado pena de que puedan embargar tu casa y tu tierra”. Era la fuerza no solo del perdón si no también de devolver bien por mal. Ah, mi padre era agnóstico. Mi madre me contó, que durante su funeral, en la Iglesia, en primera fila, estuvo presente el campesino al que mi padre no solo había perdonado sino devuelto bien por mal.

“Perdónales porque no saben lo que hacen”, gritó el judío Jesús mientras agonizaba en la cruz injustamente sacrificado. Su grito sigue resonando profético mientras el mundo sigue enzarzado en una guerra donde el odio vuelve a resucitar y remueve las conciencias.

El exguerrillero Pepe Mujica que conoció y ejerció la fuerza de la violencia ha escrito días atrás: “En mi jardín hace décadas que no cultivo el odio porque aprendí una dura lección que me puso la vida. El odio es ciego como el amor, pero el amor es creador y el odio me destruye”.

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