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Las guerras quirúrgicas

PEDRO UGARTE El siglo que inventó la Guerra Total va a dar sus últimos espasmos en medio de una guerra a pedacitos. La OTAN se ha propuesto acabar con el potencial militar serbio sin romper los cristales de una sola guardería de Belgrado. Es cierto que se han producido varios "errores", el más grave de ellos aquel convoy de refugiados kosovares que recibió un democrático misil y produjo muchos muertos inocentes. Conocí hace poco tiempo a un militar español que había operado en Bosnia. A ese misil, me dijo, los kosovares lo hubieran denominado "fuego amigo". El fuego amigo se produce cuando tu conmilitón te confunde con el adversario y regala por error una ráfaga mortífera. No hay contexto en que la palabra "amigo" pueda ser más trágica e inexacta. A partir del momento en que las guerras son retransmitidas en directo, la sociedad bienpensante tolera peor la existencia de cadáveres. Un precedente de ello fue Vietnam, donde los jóvenes americanos, recién salidos de su instituto JFK (en todos los Estados de América hay institutos que se llaman JFK), caían como moscas. Sus compatriotas podían ver los cadáveres en el noticiero de la noche. No tenía ninguna gracia, y ello disminuía el ímpetu guerrero de los padres y las madres de familia. Hoy asistimos a las guerras desde el sofá de casa y por ello la brutalidad no es bien aceptada. La guerra actual, cuando en ella participan nuestras transparentes democracias, debe hacerse sobre las siguientes premisas: a) Los occidentales tenemos que regresar sin una sola baja. Los americanos aún aceptan alguna patriótica excepción pero los europeos ni una sola; b) Los ataques deben dirigirse contra instalaciones militares y causar, incluso, el mínimo de muertos entre la soldadesca adversaria; c) Los ataques deben evitar a cualquier precio las víctimas civiles. No hace falta ser diplomado de Estado Mayor para concluir que una guerra en esas condiciones es radicalmente imposible. Sería como aquellas escaramuzas de la serie televisiva El equipo A, donde el difunto George Peppard y sus secuaces vaciaban las armas automáticas, agotaban las bombas de mano y jamás producían un solo muerto. Ahora la OTAN quiere organizar una guerra limpia. Y las guerras limpias son tan contradictorias como el fuego amigo. Las fuerzas de la OTAN, por otra parte, no son el Equipo A, ya que en la realidad se producen equivocaciones que los guionistas, por contra, jamás cometen. Esta misma semana, la muerte de un civil en una base aliada ha sido noticia decisiva en el relato del conflicto y auténtico termómetro de hasta qué punto una sola muerte cobra valor en esta contienda, fenómeno inédito en la historia de las guerras hasta este mismo momento. Al que escribe (que no cree en las guerras, ni siquiera en su inevitable necesidad, pero que no comete la ingenuidad de considerar perversos a todos los soldados) le parece bien que al generalato se le impongan las normas imposibles de una guerra quirúrgica. Sin duda habrá siempre víctimas inocentes, pero hay que reconocer la voluntad de no soltar las bombas a la brava. El único inconveniente, nos tememos, para la imposición de esta especie de limpia cirugía reside en su condicionante más imprescindible: la presencia de medios de comunicación en el conflicto. Las matanzas seguirán produciéndose de forma indiscriminada allí donde no lleguen los avezados reporteros: uno duda de los modos quirúrgicos del ejército turco contra los kurdos, de los chinos contra los tibetanos, del genocida Estado indonesio contra el antiguo Timor portugués. Necesitamos guerras limpias, lo más limpias posibles, pero para ello necesitamos también retransmisiones en directo. Es un efecto benéfico (e inesperado) de la prensa libre: que disminuye el número de muertos. Loado sea el periodismo, aunque su efecto sobre la mortandad sea sólo estadístico. De momento, que al Equipo A se le rinda el enemigo sin una sola baja no forma parte de lo concebible.

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