Entre Escila y Caribdis
No es asumible que Puigdemont (quien no ha pasado ni un día en prisión) resulte, sin más, amnistiado, lo que lo redimiría ante los suyos y revestiría de proeza su conducta
Solo los indultos pudieran ser medidas de gracia oportunas para lograr el fin del restablecimiento de la convivencia concediéndolos a segundos o terceros niveles o a algunos ciudadanos de Cataluña con causas judiciales conectadas con el procés. Indultados los máximos responsables, podría ser razonable indultar a quienes les siguieron animados por sus proclamas.
Indultos sin tener por qué esperar una sentencia previa firme, de acuerdo con el artículo 3 de la ley para el ejercicio de la gracia de indulto de 1870, que expresamente excepciona los delitos de intencionalidad política de tal requisito o del de encontrarse a disposición del tribunal sentenciador o de no ser reincidentes. El real decreto de indulto de 14 de marzo de 1977 (RD77) que firma el Rey y refrenda Alfonso Osorio, ministro de la Presidencia, preveía expresamente (artículo 8) sobre los indultos que en las causas judiciales “serán aplicados estos sin necesidad de celebración de juicio oral, previo dictamen del Ministerio Fiscal” y así se realizaron aquellos indultos.
Merece destacarse el preámbulo de ese RD77 por calificar amnistía e indulto como “conjunto de las diferentes medidas de gracia”. Un día antes, el BOE del 17 de abril de 1977 publicó otra norma distinta de la misma fecha (14/03/77), pero con rango de ley —el real decreto ley (RDLey77) “sobre medidas de gracia” (ampliando la amnistía anterior de 30 de julio de 1976)—, firmada por el Rey y refrendada por Adolfo Suárez, que expresamente remitía al citado artículo 3 de la ley de indulto de 1870 que no exige sentencia firme para su concesión y aplicación. Relevante el título de este RDLey77 (“sobre medidas de gracia”) por calificar la amnistía que ampliaba como “medida de gracia”.
Ello confirma qué entendían todos por “derecho de gracia” en la época en que, muy pocos meses después —29 de agosto de 1977—, los ponentes de la Constitución incluyeron tal “derecho de gracia” en el borrador de la misma y en diciembre de 1977 entregaron ya para su publicación el anteproyecto de Constitución que atribuía al Rey el ejercicio del “derecho de gracia”. El término amnistía no se mencionó expresamente como una especie del derecho de gracia porque los ponentes acordaron el 3 de noviembre de 1977 no recoger textualmente esa palabra en el anteproyecto, por la absoluta improcedencia de emplearla, cuando tras la amnistía de octubre de 1977 (que comprendió, incluso, los asesinatos del terrorismo hasta la víspera de la publicación de esa misma amnistía), el terrorismo etarra había incrementado sus asesinatos. Solo faltaba recoger expresamente en el anteproyecto de Constitución de enero de 1978 la palabra “amnistía” —que podría ser interpretado erróneamente por los terroristas, como que seguía abierta esa vía— cuando, por otra parte, la idea que expresa quedaba ya comprendida en el término “gracia”.
Nuestra Constitución no permite que la ley autorice indultos generales (artículo 62). No es claro qué se entiende por indulto general, aunque la única previsión legal sobre ello la dio por primera y única vez en nuestra historia el Código Penal de 1822 (artículo 157) que los describía como “los que S. M. concede sin determinación de causas, ni de personas a todos los que hayan delinquido”, que contraponía a los particulares, que eran “los que en alguna causa sobre delito determinado se conceden a reo o reos en favor de los delincuentes”. Con independencia de qué se entienda por indulto general, ya se han concedido indultos a los principales responsables del procés y nada impide otorgarlos a los otros niveles antes señalados.
Mi posición contraria en este caso a la amnistía, aunque la Constitución no las prohíba en general si no son arbitrarias, se basa en consideraciones políticas sobre la concreta de que ahora se trata y al creer que puede no servir al fin que se dice pretender. Concederla desde una posición de debilidad —y debilidad es negociarla a cambio de investidura con los grupos parlamentarios de los amnistiados— no solo le puede privar de los efectos que se buscan, sino que puede llegar a suponer una justificación de los hechos amnistiados que deshaga los beneficios hasta ahora logrados con los indultos. Tal negociación —que no mera información de lo que se ha decidido hacer— contaminaría sin remedio cualquier justificación que se quiera dar a la amnistía. También se habrían contaminado los indultos a los principales líderes del procés si en lugar de haberse concedido a consejeros en prisión tras el desarrollo y culminación de un proceso penal impecable en todas las instancias se hubieran concedido a consejeros fugados de la justicia y a cambio de una investidura.
Solo sin la menor sombra de negociar una amnistía serían creíbles sus razones exponiendo motivos que objetivamente reflejasen un interés nacional indiscutible, en las antípodas de lo que se explicita en la propuesta de la vicepresidenta segunda o de su entorno. Eso entrañará, claro, un riesgo de no investidura. Pero solo ese riesgo podría hacer algo creíbles razones plausibles para otorgarla.
Exposición de motivos no dirigida, desde luego, a ofender o humillar a los futuros amnistiados que se pretende reintegrar en la vida política de Cataluña y de España; lo que hicieron quedaría al juicio de la historia y de cada uno de los ciudadanos de Cataluña y España.
La cuestión es cómo no ofender a quienes —catalanes y españoles— entendieron que frente a la comisión de delitos —contra la convivencia y el Estado de derecho— la respuesta no pudo ser más que la aplicación de las leyes vigentes que todos los españoles nos dimos penando esas conductas. Ni los juicios, ni los procesos ni las sentencias o sus penas, ni su oportunidad pueden ser puestas en cuestión; nuestro Estado de derecho reaccionó como debía hacerse en una democracia. El deseo de restablecer la convivencia sería lo único que explicaría una amnistía si se acuerda desde una posición de poder, acordada por ley ordinaria (no cabe orgánica) que debería, además, condicionarse a algo. No a la renuncia a sus ideales nacionales o independentistas, pues nuestra Constitución no militante no proscribe esos anhelos y sentimientos —aunque no los compartan hoy una mayoría de los ciudadanos que viven en Cataluña—, ni impide que quienes los tengan los persigan, pero siempre por medios legales. También es legítimo que pretendan mejoras del sistema estatutario actual: desde denominaciones a financiación, etcétera. Lo que no es legítimo es la unilateralidad (tratar de realizar los ideales al margen de los cauces de modificación de la Constitución), a cuya expresa renuncia en las causas en marcha tendría que condicionarse la materialización de la amnistía si, pese a todos sus inconvenientes, se avanzase por esa desaconsejable senda. En esos términos de riesgo, asumido por quien la propone, podrían ser algo creíbles las razones invocadas para una amnistía, aunque los pasos ya dados y las negociaciones comenzadas comprometan, por ello, su viabilidad.
Solo los indultos a ciudadanos y niveles inferiores del Govern tendrían posibilidades, frente a una amnistía, de evitar blanquear al principal requirente de ésta y responsable de todo: Puigdemont. Que este —que por pusilanimidad no hizo lo que quería (convocar elecciones autonómicas) y terminó haciendo lo que no debía (huir en el maletero, abandonando a su suerte a toda la gente a que había inducido a actuar erróneamente)— acabe siendo, sin más, amnistiado no resulta asumible. Incluso aunque en algún momento, nunca ahora, hubiera que acabar concediendo también el indulto —sujeto también a condiciones— al único que no ha pasado hasta ahora ni un día en prisión, a diferencia de todos los demás, ello no supondría revestir de proeza su conducta, como sí podría ocurrir con la amnistía reclamada básicamente en interés de Puigdemont (el indulto ya se dio a los demás dirigentes pacificando la convivencia y podría concederse a otros niveles) para redimirle así frente a los suyos por las huidas y flaquezas de quien no tuvo valor de quedarse a responder por sus actos, dejando a sus seguidores abandonados a las consecuencias de lo que él desencadenó.
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