España como mini-Unión Europea
¿Han oído hablar a alguien de los costes de la no-España? La pervivencia del Estado se presenta más como una inercia histórica que como un valor


De los países europeos me temo que España es el que más se parece a la UE. Se reconozca o no oficialmente, es multinacional, al menos así se percibe desde algunas comunidades autónomas. Nuestro alto grado de autogobierno territorial permite, además, que algunas de ellas puedan operar como mini-Estados con personalidad política propia. Y no me refiero solo a Cataluña o el País Vasco, el Madrid de Ayuso ha fungido últimamente como el viejo Reino Unido en la UE, por ejemplo, que siempre trataba de no darse por aludido por algunas de las políticas europeas —nacionales, en nuestro caso—. Cataluña, por su parte, ha sido lo más parecido a Polonia y Hungría, subvirtiendo la prioridad de algunas leyes nacionales cuando no coincidían con el sentir de sus gobernantes, sobre todo en materia educativa. Además, nuestros órganos comunes son multilingües, el pinganillo opera ya en las Cortes tanto como en el Parlamento Europeo. Como observamos con la negociación de Sánchez para formar gobierno, los mayores obstáculos no son de índole ideológica, sino que atienden a intereses territoriales. Si estos se satisfacen, véase el caso del PNV o Junts —pero también el de Coalición Canaria o el de Teruel—, las discrepancias ideológicas pasan a un segundo plano. Lo mismo ocurre en la UE, el interés nacional por encima de cualquier otro criterio.
El punto en el que divergimos es que allí al menos existe el Consejo Europeo, el órgano de representación de los Estados, mientras que aquí todo tiene que resolverse de forma unilateral entre el Gobierno central y cada una de las CC AA. De hecho, fue más fácil unificar una posición común en la UE durante la pandemia que conseguirlo entre nuestras CC AA, a pesar del éxito relativo de las Conferencias de Presidentes. Es curioso que la transformación del Senado en una verdadera Cámara territorial ya no parece interesar a nadie; ese papel se ha transferido ya de facto al Congreso. Cataluña y el País Vasco no quieren poner en común su destino con el resto y apuestan por la bilateralidad, alimentada por lo imprescindible de sus votos para la gobernabilidad. Pero cada uno de los dos grandes partidos no quieren perder tampoco el potencial de subvertir la acción del otro jugando la carta del disenso territorial, un medio más de hacer oposición cuando no les toca gobernar.
Hay otro punto en el que también estamos peor que la UE. Allí existe la convicción por parte de todos sus miembros, al menos desde el Brexit, de los “costes de la no-Europa”, los beneficios derivados de la Unión. Eso sí que es una unión en la diversidad. ¿Han oído hablar a alguien entre nosotros de los costes de la no-España? La pervivencia del Estado se presenta más como una inercia histórica que como un bonus que todos obtenemos de pertenecer a él. No estoy hablando de emociones, estoy hablando de intereses como los que nos fusionan al cuerpo europeo. Este es nuestro gran déficit, nuestra incapacidad para valorar esos elementos que nos vertebran, por mucho que sea un hilo fino y delicado, en vez de los que nos separan. Persistimos, por el contrario, en azuzar las diferencias y trasladarlas a formas de reconocimiento simbólico-administrativo, apoyadas más sobre la desconfianza mutua que sobre las ventajas que ofrece como potencial medio para conseguir una mayor capacidad cooperativa. El sustrato sociológico y cultural de tantos siglos de convivencia común queda, así, silenciado y desaprovechado. Hemos renunciado a transformar esa energía en mayor dinamismo y competitividad, en parte también por la difícil gobernabilidad. No es tarea solo para los partidos, nos incumbe a todos.
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