Vómito de clase
Ella tiene el deber de ser quien no es, comportarse como nunca se ha comportado y, sobre todo, agradar a quienes tienen el único talento de pertenecer a una clase social
Hay una escena preciosa en la película Babylon, puro diagnóstico, en la que al personaje que interpreta Margot Robbie, Nellie LaRoy, una actriz de talento salvaje que se ha convertido en estrella del cine mudo, le exigen convertirse en una mujer sofisticada que conquiste a las élites pijas. Nada nuevo salvo el talento de la propia LaRoy: puro, indomable, lleno de claroscuros obvios relacionados con los modales, la cocaína o el alcohol. Y allí la llevan vestida y peinada para la ocasión, con una suerte de institutriz a su lado recomendándola decir palabras en francés, saludar como una damisela y permanecer ojo avizor a las tendencias culturales y sociales de la época que se comenten con pedantería en los corrillos. Nellie LaRoy tiene el deber de ser quien no es, comportarse como nunca se ha comportado y, sobre todo, agradar a quienes tienen el único talento de pertenecer a una clase social. ¿Por qué no son ellos los que se comportan a la manera de ella, si tan interesados están en su arte? Harta tras un breve disimulo, comienza a beber sin parar, a tomar drogas y, finalmente, cuenta un chiste procaz que escandaliza al salón; antes de irse entre exabruptos, coge las tartas y las come a puñados hasta ponerse la cara como una cerda, y tras salir del chalé tiene ganas de vomitar. Aquí viene la escena: se vuelve corriendo para dentro de la casa para vomitar en el suelo, y cuando el atildado e insportable anfitrión grita “¡mi alfombra!”, Nellie LaRoy lo mira y lo empapa, también, en un vómito viscoso.
Es tan asqueroso que es pura belleza. Tuve que ver la escena varias veces porque exigía recrearse. Había allí alguien, LaRoy, salida de un pozo infecto, que al ponerse delante de las cámaras por primera vez era capaz de sacarse de dentro las lágrimas que le pidiese la directora. Y un mundo que la examinaba sin ofrecer nada más a cambio que su aprobación condescendiente; un mundo cuyo talento era saber qué cubiertos se usan con determinados pescados, que sabía saludar, que conocía las nuevas tendencias de países ignotos. Un mundo culto, elegante, viajado y finísimo que no había creado nada nunca, que no había hecho nada nunca nuevo, que no tenía otro don que el de poner a sobrevivir su estatus; ese mundo formado por personas de las que, al morir, se recordarían sus extraordinarios modales: o sea, no se recordaría nada. “Qué bien se recogía el vestido mengana, que en paz descanse”, “qué acertado siempre al reírse mengano, Dios lo tenga en su gloria”, “qué saber estar tenía siempre en la ópera este gilipollas, cómo se llamaba”.
Hay otro pasaje de la película, brillante, en el que una veterana periodista de sociedad advierte al personaje de Brad Pitt (Jack Conrad) que ella será una cucaracha, pero sobrevivirá a un incendio, y no él, que está debajo de los focos. Pero que, cuando no esté Conrad entre los vivos, resucitará cuantas veces se encienda el proyector. LaRoy y él acabarán con las alas quemadas, como tiene que ser. Pero, sobre todo la primera, aprenderá a tiempo que hay que sacarse de en medio cuanto antes a los que pasan por la vida sabiendo comer pasteles, envidiando talentos primitivos hasta pretender humillarlos (y sobeteándoles el culo sin rubor) y terminando, siempre, con una buena cantidad de vómito encima; vómito de clase, lección esperanzadora de catetas bendecidas como LaRoy a apasionantes ancianos cuya meta en la vida es no echar a perder el dinero heredado de papá, casi siempre sin suerte.
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