Dejar de ayudar a tiempo
Los artículos no se acaban nunca al publicarlos


Pasó hace años. Solo quedaban billetes en business y compré business. Un vuelo de 50 minutos en business es una metáfora adecuada de mi vida: zumo, bollo y palante. Llegué tarde al embarque, así que me senté a esperar a que pasase todo el mundo. Cuando ya estábamos en la pasarela, vi que una mujer batallaba con su mochila, un maletón y un bebé en brazos que no paraba de gritar lo que gritan muchos bebés cuando se les ofrece volar: “¡No quiero, no quiero!”. Aún no saben para qué sirve el suelo y les mandamos al cielo. Mientras avanzábamos muy despacio hacia el avión, me ofrecí a ayudar a la mujer con su maleta. Ella, desbordada, me lo agradeció. Así hicimos toda la pasarela juntos. Al entrar, me pidió la maleta, pero le dije naturalmente que no se preocupase, que atendiese a la niña ―que estaba gritando y llorando aún más― porque yo me encargaba del resto. Ese es uno de mis defectos más contrastados: nunca dejo de ayudar a tiempo.
Avanzamos por el pasillito cuando, de repente, una pasajera me agarró del brazo y me dijo: “Es monísima”. Asentí en una reacción mecánica con mi mejor sonrisa de imbécil en tal estado de locura que ya no sabía si refería a la mujer o a la niña, mientras los demás pasajeros nos miraban y nos sonreían, con ese consenso paternalista dirigido a una pareja joven con su primer bebé liándola en el avión. Íbamos por la fila 15, yo ya asumiendo mi nueva vida, cuando de repente caí en la cuenta de que tenía business, mi asiento era el primero del avión, y así se lo dije, un poco agobiado, a la mujer. Y ahí empezó el espectáculo. Básicamente, lo que vio todo el avión fue a un marido dejando a su mujer con una mochila, una maleta y un bebé en brazos llorando a todo trapo mientras él se iba corriendo a su asiento en primera clase a tomar un zumo y leer el periódico. Caminé hacia allí bajo la mirada alucinada de todo el pasaje, tan tenso que estaba por cambiarle el sitio a cualquiera. Y cuando en mitad del vuelo la niña volvió a romper a llorar con escandalera, sus gritos se me clavaron en la nuca, me pareció sentir el reproche hasta del piloto, renuncié a la bollería y los periódicos por el qué dirán y puse cara de estar preocupado por mi prole de clase turista.
Conté la historia semanas después en Instagram, y resulta que aquella mujer amabilísima respondió en los comentarios: cuando me buscó para agradecerme la ayuda que me había condenado a ser el padre más machista de la historia, ya me había ido.
Los artículos no se acaban nunca al publicarlos. Hace unos meses, publiqué en EL PAÍS una columna en la que relataba cuatro o cinco casualidades asombrosas, y una lectora me escribió generosamente para contarme que me había visto por la calle en Madrid, me había robado una foto para enviársela a un amigo en plan “mira a quién me encontré”, y cuando se la envió, su amigo le contestó: “Salgo yo detrás”. Y efectivamente, salía él detrás cruzando la acera detrás de mí. Cuando estaba a punto de explotarme la cabeza, amplié la foto y vi quién era ese amigo: otro articulista de EL PAÍS. En fin, quizá sea hora de que esta columna vuelva a la política, o al menos a la actualidad.
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