Fantasías de violación
La libertad sexual también debe incluir la capacidad de imaginar sin coacciones morales ni autocensura respecto al consentimiento, la igualdad o la dominación
El deseo ocupa un lugar inestable en los discursos feministas. (Prueba de ello es La polisemia del deseo, serie de tribunas que Clara Serra ha publicado en este diario en los últimos meses). No es una cuestión nueva, pero sí una que muta con el tiempo y que necesita de constante revisión para tratar de llegar al verdadero núcleo, quid central: ¿cómo esbozar una ética sexual feminista?
Existen dos planteamientos principales en la concepción feminista del deseo, aparentemente opuestos aunque similares en su lógica de pensamiento. Ambos insisten en conjugarlo con la moralidad —el deseo es bueno o es malo—, y rara vez lo piensan en sí mismo, esto es, como espacio o sensación o experiencia, sino en tanto que vehículo o vía para lograr otra cosa, para hablar de otra cosa: consentimiento, agresión, igualdad, dominación.
A menudo llamado antisexo o radical, el primer planteamiento recela del deseo y lo aborda con alarmismo. Entiende el sexo como una práctica patriarcal, inherentemente violenta, y cree que los hombres están programados para desear la represión de las mujeres y para calentarse con su dolor. Las mujeres, a su vez, están condicionadas para someterse a su propio sufrimiento.
El feminismo prosexo, por el contrario, defiende la libertad sexual y rechaza la fiscalización y el puritanismo de las corrientes antisexo. Sin embargo, algunas de las derivadas prosexo que permean actualmente el escenario político conciben una libertad sexual más nominal que material (más preocupada por anunciarse que por experimentarse), y sujeta a determinadas condiciones. La más significativa: el sexo debe estar amparado bajo el imperativo del Bien. El placer femenino se convierte en un espacio de pureza moral. Como si la sexualidad femenina fuera una garantía de bienestar absoluto, de paz y justicia colectivas. Como si la sexualidad femenina pudiera definirse. Como si acaso existiera de forma fija o única.
El deseo se mueve constantemente y a menudo fluye por vías con las que no comulgamos sin que podamos evitarlo. Sería ingenuo afirmar que existimos (y que deseamos, soñamos) al margen de las normas que nos oprimen: no sólo limitan nuestra existencia, también la canalizan en cauces concretos. A veces deseamos cosas que, racionalmente, no querríamos desear. Un ejemplo paradigmático son las fantasías de violación, en las que una se imagina en escenas violentas, coercitivas, donde la anulación y la transgresión del espacio propio juegan un papel erotizante.
En Reinventar el amor. Cómo el patriarcado sabotea las relaciones heterosexuales (2022, Paidós), la ensayista Mona Chollet se plantea hasta qué punto fantasear con la agresión es sólo producto de un imaginario sexista, condena de la que no podemos escapar, o si puede entenderse también como una vía de escape de las mujeres, una subversión o conjura donde los miedos machistas que tragamos con embudo desde que nacemos pierden su capacidad de hacernos sufrir y se convierten en herramientas a nuestra merced. Su único propósito: regalarnos un orgasmo.
Puede que de vez en cuando, escribe Chollet, “necesitemos convertirnos mentalmente en cerditas bonitas que se revuelcan alegremente en el fango de la dominación masculina, porque es demasiado agotador estar todo el tiempo intentando evitar las salpicaduras.”
La fantasía no sólo es una fuente de entretenimiento, también es una práctica de consolidación y emancipación subjetiva. Nuestra percepción se desdobla: nos convertimos en sujetos múltiples, fragmentados, un Yo compuesto de muchos Otros que se ponen de acuerdo para escenificar un relato y divertirse. El Yo que fantasea entiende, mediante su fantasear, que el deseo no habla un lenguaje literal, ni indicativo. Las fantasías no muestran una escena que deba llevarse a cabo. Hay una diferencia abismal entre desear que te violen y desear imaginar que te violan. Entre desear la anulación y desear narrar la anulación. Entre desear cruzar un límite y desear preguntarse cómo sería cruzarlo, adónde llevaría.
Si puede hablarse de libertad (término peliagudo), o más concretamente de libertad sexual (más peliagudo todavía), ésta debe de residir en la capacidad de imaginar sin coacciones ni autocensuras.
Ahí es donde radica el principio básico de una ética sexual feminista. No en la negación de unos deseos malos, ni en la inducción de otros mejores, sino en la defensa de nuestra capacidad de reinvención, de reinterpretación, un imaginar absoluto y desbordante que nos coloca en distintas posiciones a la vez —autora y objeto, cuerpo y espectadora—, y que nos reafirma en nuestra potestad de narrar el mundo y de narrarnos dentro de él. El deseo es indócil y también opaco. Aprender a abordarlo, a sumergirnos en él y salir y volver a entrar (a revolcarnos alegremente en el barro que nos dé la gana) es la única manera de preguntarnos por sus formas y sus desvíos, por sus raíces y sus futuras expansiones. Y llegar, algún día, a imaginar de otra manera.
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