La libido de ChatGPT
La Inteligencia Artificial podrá aprender a escribir buenas novelas, pero no podrá aprender a vivir
Puede que el ChatGPT aprenda a escribir buenas novelas, suponiendo que no sepa hacerlo ya, pero espero, por su paz interior de organismo pseudo inteligente, pseudo artificial, que escribir no le cause tanto sufrimiento como a nosotros, los mortales. No tendrá que aspirar a vivir de la escritura, y eso ya le ahorrará buena parte del desasosiego que interfiere a menudo con el oficio del escritor. Porque a vivir, lo que es vivir, seguro que no podrá aprender, ¿no?
El debate sobre las posibles dotes creativas de la inteligencia artificial ha puesto en primer plano una discusión antigua, pero no poco urgente, sobre los espacios y límites de la creación. Cómo funciona, qué puede hacer, hasta dónde llega, cómo definirla. Vista a través de la figura de la IA, la complejidad que rodea los procesos de creación adquiere una nueva perspectiva.
¿Puede un robot reclamar autoría? ¿Es peligroso azuzar a las máquinas a ‘crear’? ¿Están realmente creando? ¿Hay diferencia entre copia y original? ¿No es todo el arte, de algún modo, mimético? Y, por otra parte, ¿importa tanto quién está detrás de una creación? ¿Pueden separarse obra y autor?
La IA es, en el fondo, una excusa. Un atajo nuevo para dar vueltas sobre la misma pregunta de siempre. Y por siempre quiero decir: al menos desde que Platón quiso zanjar el asunto. Para el filósofo, la creación estética suponía un peligro moral, puesto que distorsionaba la realidad. Mientras que la palabra de la Filosofía pretendía ser llana, certera y tangible, la palabra de los poetas y los artistas se adentraba con facilidad en el territorio de los afectos y las fantasías. Podía alterar el curso natural de las cosas y hacer aparecer quimeras donde antes reinaba el orden.
Lo que para Platón era una amenaza, para otros es una fuente de poder y de placer. La creación estética abre un espacio de expresión y de conexión que permea todos los ámbitos de nuestra vida. Existimos en una dimensión sensible, libidinal que necesita ser estimulada constantemente. Cuando hablamos, por ejemplo, no estamos sólo comunicando algo, lo estamos narrando.
Contar historias es proyectar una existencia sin límites: moverse en el tiempo, en el espacio, y arrastrar a otros a moverse también. Cuando escribimos, sentimos diluirse las fronteras de un Yo que se vuelve infinito. También cuando leemos. Nos proyectamos sobre el texto que leemos, y buscamos constantemente identificarnos con el autor. Deseamos, sin pretenderlo y muchas veces sin saberlo, fundirnos con él, empuñar como él la vara del lenguaje, nombrar al texto y hacerlo nuestro.
No somos conscientes de este proceso hasta que la identificación se interrumpe. A veces por un fallo en el artefacto literario, que nos provoca aburrimiento, escepticismo o desdén hacia el texto y su creador; o bien porque encontramos, o creemos intuir, discrepancias ideológicas con el autor. Tal vez nos chirría una moralina trasnochada, tal vez un tópico machista, o un narrador que confunde la provocación con la regañina.
Ante esta interrupción, algunos deciden cortar por lo sano: afirman que ya no les gusta lo que leen, que jamás podrá gustarles de nuevo, y hasta afirman que en realidad nunca les gustó tanto. Otros pretenden mantener el vínculo inmutable, fingen que todo sigue igual y aseguran que es posible, e incluso obligatorio, separar autor y obra. Ambas opciones son igual de ingenuas, y pierden de vista el valor central del arte: obligarnos a negociar nuestra posición subjetiva, a situarnos en otros lugares y adoptar otras perspectivas.
Una tercera vía buscaría reconsiderar la relación con el autor. Calibrar nuestros afectos, revisar nuestra posición, nuestra involucración emocional en el texto, y seguir disfrutando. O no, tal vez no disfrutemos, pero seguimos leyendo, fabulando, e imaginando una conversación con nuestro interlocutor fantasma. El diálogo ha funcionado, estamos negociando: el autor tiene sus fronteras, nosotros las nuestras, y leer se convierte en un intercambio mediante el cual tratamos de no pisarnos y llegar juntos a alguna parte.
Quienes pretenden separar el autor de la obra olvidan que esta escisión no es posible. El autor no posee la obra, pues ésta le excede, pero sí la ronda. La embruja, la habita, la persigue. Como “hacen los fantasmas con los lugares”, que escribió Javier Marías, o los recuerdos con las personas. Juego de ausencias y presencias al que se ve arrastrado también el lector.
Tal vez podamos dotar al ChatGPT de una cierta autoría, e incluso conceder que los textos que llegue a escribir puedan ser ‘buenos’. Pero eso es todo, y no es mucho. Dudo que una conversación —a nivel psíquico, afectivo— sea posible. No me veo, por ejemplo, enamorándome, desenamorándome, peleándome, obsesionándome y reconciliándome tantas veces y tan intensamente con un ChatGPT como lo he hecho, y sigo haciendo, con Javier Marías (el autor, el fantasma). Al robot le sobran palabras, pero le falta libido.
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