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Tribuna
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El estigma de la enfermedad

La decisión de Siri Hustvedt de relatar la evolución del cáncer de Paul Auster amplía los límites del lenguaje sobre las dolencias del cuerpo, sobre las que existe un vacío en la literatura comparado con los problemas de la mente

La escritora Siri Hustvedt, en la FIL de 2022.
La escritora Siri Hustvedt, en la FIL de 2022.Gladys Serrano
Irene Lozano

“El enfermo no es culpable, no tiene por qué avergonzarse”. Así argumentaba hace unos días Siri Hustvedt en las antiguas caballerizas del Palacio de la Magdalena, en Santander. Su marido, Paul Auster, padece cáncer y ambos han tomado la decisión de hablar de ello públicamente. Hustvedt relató en la Universidad Menéndez Pelayo, donde fue a recoger su doctorado honoris causa, lo que ambos están viviendo. Convertir este asunto en una conversación natural es parte de su rebeldía ante el estigma que pesa sobre el cáncer.

En mi época de joven redactora en un periódico nacional, escribí y edité numerosos obituarios. La norma establecía que debíamos especificar la causa de la muerte. El latiguillo más frecuente era: “Murió tras una larga enfermedad”. Le pregunté a mi jefe por qué no lo llamábamos “cáncer” y me contestó que todo el mundo sabía que “larga enfermedad” es su sinónimo elegante: una reivindicación del tabú en nombre del buen gusto, como si enfermar o morir fuera una ordinariez. En el relato que Hustvedt va haciendo en su cuenta de Instagram, muestra un camino en el que las narrativas de la enfermedad ni se ocultan bajo el peso del estigma ni se airean en forma de pornografía.

No es fácil encontrar las palabras adecuadas, porque escasean los referentes. En su ensayo Sobre la enfermedad, Virginia Woolf escribió que no ha ocupado un lugar proporcional a sus méritos y merece ser uno de los principales temas literarios, “junto con el amor, la batalla y los celos”. Una mínima alteración de la salud trastoca nuestra visión de la vida y de nuestro propio cuerpo, y puede arrumbar convicciones profundas sobre el mundo y los otros. “Un ligero aumento de la temperatura”, dice ella, nos asoma a “asombrosos territorios desconocidos”, “precipicios y praderas salpicadas de flores brillantes”. Un leve acceso de gripe desvela “páramos y desiertos del alma”.

La enfermedad nos arranca de cuajo la certeza de que somos algo acabado y definido. Muestra al desnudo la variabilidad de eso llamado “yo”, que se desintegra ante una simple diarrea. Nos ayuda a comprender nuestra pequeñez. Quizá por esa forma en que nos obliga a ser humildes ha sido rechazada por el canon de los escritores. Nunca un gran poema épico ha versado sobre la gripe, una grave negligencia si nos creemos la aspiración de la literatura de servir como herramienta para el conocimiento del alma humana.

Recuerdo cómo uno de mis primeros amigos ingleses, hijo de una refinada familia de diplomáticos, pedía disculpas cuando le sonaban las tripas o estornudaba. Son actos autónomos de nuestro cuerpo, ¿de qué se disculpaba si no era responsable? Justamente de eso: de no poder controlarlo todo. Me asaltó la duda de si pediría perdón también por una erección. Hice trabajo de campo y descubrí que no. He aquí una de las claves: el cuerpo incontrolable de un varón es motivo de orgullo si muestra virilidad y vigor, pero es motivo de estigma si muestra vulnerabilidad. Por eso, en palabras de Woolf, “cualquier colegiala cuando se enamora cuenta con Shakespeare o Keats para expresar sus sentimientos”, pero para describir un dolor de cabeza “el lenguaje se agota de inmediato”.

Siri Hustvedt está ampliando los límites del lenguaje de la enfermedad con sus notas en Instagram: “Puede ser tentador considerar que Cancerlandia es un país aburrido, triste y peligroso, donde nadie realmente vive sino simplemente espera, un limbo de citas, tests, medicamentos, escáneres, que hay que soportar hasta que el paciente sea enviado al cielo de la vida o al infierno de la muerte. Esto es un error”. No nos habla no solo con palabras nuevas, sino de una distinta jerarquía de las emociones y los estados de ánimo. Si el amor nos transforma, los celos nos arrebatan y las batallas nos ennoblecen, como han cantado siempre los rapsodas, es hora también de admitir las profundas revelaciones que la enfermedad nos ofrece sobre nosotros mismos.

Muchos filósofos piensan que el cuerpo es eso que sirve para sujetar la cabeza. Desde Platón hasta Descartes, nos han hecho creer que el conocimiento del mundo obtenido a través de los sentidos es engañoso y que solo la mente acierta. La enfermedad nos indica lo contrario. En los ambiguos estados de conciencia en que nos sume, descubrimos que el cuerpo tiene una mente propia, y accedemos a ella sumidos en el drama de una dolencia. La mente que Descartes imagina diferenciada del cuerpo rechaza la corporeidad para disertar sobre ella con pompa y gravedad, pero sucumbe ante el escozor de una ampolla en el meñique. Cae frente al imperativo sensual de la enfermedad. Los siglos que han estigmatizado la enfermedad no solo han hecho más difícil la vida a los enfermos concretos, también han negado lo más evidente de nuestra naturaleza, que somos un cuerpo y de él proceden nuestros pensamientos.

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