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tribuna
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La maraña patriarcal y el “género”

No es fácil la relación entre feminismo y democracia, que hoy tiene que adaptarse a unas sociedades muy plurales, atravesadas por grandes desigualdades económicas y con tradiciones culturales históricamente antagónicas

Manifestación feminista en Madrid
Manifestación estudiantil feminista por el 8-M frente al Ministerio de Justicia, el pasado 8 de marzo en Madrid.Lucia Pardo

El feminismo se ha puesto de moda. Pero no puede ser una moda. Un conjunto de eslóganes repetidos en las manifestaciones y las redes sociales. Un ingrediente que se añade para hacer ver que se está al día. Tampoco es una secta en la que se participa proclamando “soy feminista” y te expulsan si no repites esta u otras jaculatorias, o cuestionas preguntas y respuestas aceptadas, o te censuran si no hablas en femenino plural o según normas de “paridad de género” reconocidas por la ONU y otros organismos internacionales.

El feminismo es libertad de pensamiento y de acción para no supeditarse a las distintas manifestaciones del patriarcado. Y un movimiento social que reivindica la igualdad de derechos entre mujeres y hombres y mucho más. Porque resquebraja esa “estructura de larga duración”, como diría Fernand Braudel, en que se fundamentan todas las violencias y desigualdades. Por eso han defraudado las querellas entre las feministas, que se han manifestado entre los socios de este Gobierno, que se ha proclamado el más feminista de la democracia, y con las que se definen “radicales”. Y exigen una reflexión profunda.

La relación entre feminismo y democracia no es fácil. Porque la democracia, tal como se formuló en Grecia y Roma, en Estados Unidos y en los Estados nacionales europeos, primero solo reconoció como “ciudadanos” a una minoría de varones adultos miembros de los ejércitos que acumulaban patrimonios. En el siglo XX el feminismo consiguió ampliar el derecho de voto al conjunto de hombres y mujeres, y enriqueció, así, una democracia que hoy se ha de adaptar a unas sociedades muy plurales, atravesadas por grandes desigualdades económicas y con tradiciones culturales históricamente antagónicas. En consecuencia, no se puede restringir a reivindicaciones específicas. Ni encubrirlas con el anglicismo género.

La clave es la definición de patriarcado. La mayoría lo considera el sistema mediante el cual los hombres dominan a las mujeres. La considero reduccionista. Porque vincula la biología con el comportamiento atribuido a todos los hombres, como dominadores, en relación con todas las mujeres, como víctimas. En el pasado, presente y futuro. Contradice, así, que, como Kate Millett dejó claro hace tiempo, no nacemos “mujeres”, aprendemos a serlo. De la misma manera, los “hombres” no nacen, aprenden a serlo. Y estos aprendizajes dependen de otros rasgos y capacidades, de la edad, la clase social, la cultura… que confluyen en las posiciones sociales en las que hemos nacido y vivimos. Y se pueden desaprender. Aunque como advirtió Aristóteles, “es más difícil olvidar lo aprendido que aprender por primera vez”.

Además, esta definición asume como un dogma una hipótesis simplista. Tener en cuenta la guerra, como hicieron Gerda Lerner y otras autoras, permite añadir otros elementos. Porque las relaciones de dominio no son consustanciales a los seres humanos, ni las han practicado todos los pueblos, siempre y de la misma manera. Y dominar no es una tarea fácil. Es difícil. Exige esfuerzos para desarrollar instrumentos. Materiales: armas, edificios. Y simbólicos: instituciones y representaciones para creer que hay que adaptar a este fin las relaciones entre los seres humanos y con el entorno. Los historiadores que exaltan a los varones adultos de los pueblos que han conquistado a otros, no los mencionan. Pero son fundamentales para formular otra hipótesis razonable sobre la construcción histórica y perpetuación del patriarcado.

Para dominar a otros pueblos hay que formar un ejército: transformar a los machos en guerreros capaces de matar y de morir matando. Y especializar a las hembras en la reproducción del colectivo para las nuevas necesidades. El mandato bíblico relaciona esta doble tarea: “creced y multiplicaos” y “dominad la tierra”. Esta organización no puede ser obra sólo de hombres “omnipotentes”, “viriles”. Ejercer violencia en el exterior, contra otros pueblos, y una vez conquistados, en el interior, requiere una organización violenta que ha tenido que ser resultado de algún pacto entre hembras y machos adultos. Para instruir a las criaturas en estas relaciones violentas. Ruth Benedict explicó que la “dogmática adulta”, arraigada en nuestra cultura, no la practican todas las sociedades.

El “género” podría designar el cabo heteronormativo arquetípico de la maraña patriarcal. Pero en singular, esquiva la dualidad de los roles masculino y femenino. Al centrarse en las mujeres como víctimas y en los hombres como únicos responsables, acentúa el biologismo que dice cuestionar. Al encubrir las dimensiones adultas, etnocéntricas y clasistas, impide comprender que la conquista de la Tierra exige tejer la trama extensa y compleja que subyace a la actual “sociedad red global” y nos afecta según las posiciones sociales en que hemos nacido y vivimos. Perpetúa, así, que unos colectivos se apropien de los recursos de la Tierra para “vivir bien” a expensas de otros, y transmitan a sus descendientes “legítimos” los comportamientos y el botín acumulado. Reproduce la diferencia fundacional entre “herederos” y “desheredados”. Minorías que despilfarramos y mayorías expoliadas. Por eso nos preguntamos con Donna Haraway, “¿con la sangre de quién se crearon mis ojos?”.


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