Las identidades electivas
El concepto “identidad” es una madeja de paradojas. De nada sirve que nos creamos libres de sentirnos lo que queramos, si estamos esclavizados por nuestra propia ignorancia, soledad, adicciones o miseria
Cuando le preguntaron al mariscal Ferdinand Foch por qué no escribía sus memorias, respondió: “Porque no tengo nada que ocultar.” Lamentablemente, hoy en día abundan los políticos que no cesan de hablar de la identidad, para ocultarse entre sus ramas, o bajo sus raíces. Hablan de su identidad española, catalana, vasca o andaluza. Hablan de su identidad masculina, femenina, trans o fluida. Hablan de su identidad cristiana, musulmana, judía, blanca, negra o mestiza. Pero, en la mayor parte de las ocasiones, esas identidades tan grandes sólo son, como en el cuento de la Caperucita Roja, para comernos mejor… Y todos caemos en la trampa, pues somos como el dependiente del chiste, que, al oír que un cliente le pedía una “blrblrblá” de pipas, preguntó: “Una bolsa ¿de qué?” Y es que nuestra hipocondría identitaria nos lleva a abalanzarnos sobre nuestros adjetivos preferidos, como si tuviésemos la menor idea de lo que significa un sustantivo tan diferido como el de “identidad”. Pero, como dijo Vicente Huidobro, “el adjetivo, cuando no da vida, mata”. Lo cual, aplicado al caso que nos ocupa, cobra unas resonancias inquietantes. Pues son muchos los millones de sujetos que acabaron murieron por sus atributos. Siendo así que in principio era el sustantivo...
Si nos diésemos el tiempo de reflexionar, comprenderíamos que el concepto “identidad” es una madeja de paradojas. Porque preguntarse por la identidad es preguntarse por la identidad de la identidad; porque es un concepto invisible que se halla en la base misma de la gramática, de modo que es tan difícil hablar acerca de él como saltar más allá de nuestra sombra; porque es una palabra omnipresente, que significa cosas muy diferentes, según la manejen la lógica, la filosofía, la publicidad o la política; porque toda identidad está compuesta por elementos heredados y recreados; porque puede servir tanto para liberar como para dominar; porque puede entenderse a la vez como aquello que nos diferencia de los demás y como aquello que nos identifica con un gran número de personas; porque puede concebirse como una esencia inmutable dada de antemano o como una existencia resultante de nuestras acciones libres; y porque —¡paradojas de paradojas!— la idea que nos formemos acerca de la identidad, no sólo depende de nuestra identidad, sino que, al mismo tiempo, la condiciona. Como diría John Keats, no es posible destejer el arcoíris. Y, aun así, no son pocos los que se han adentrado en ese laberinto, y han sido devorados por el minotauro de la locura y el catoblepas del fanatismo.
¿Quiere decir esto que la identidad no existe, que es un mero constructo, o que sería mejor no hablar de ella? En absoluto —o en relativo—, pues afirmar tales cosa supondría lanzarse en paracaídas al centro del laberinto. Mas debo confesar que hubo un tiempo en que lo creí así. Como el lord Chandos de Hugo von Hofmannstahl, se me pudría esa palabra en la boca. Estaba encantado de haberme desconocido. Y concebía la identidad como una picadura de mosquito que debíamos abstenernos de rascar. Entonces tuve hijos. Y, aunque en un primer momento fantaseé con educarlos en una especie de anabaptismo identitario, consistente en no darles una identidad hasta que tuviesen la madurez suficiente para dársela ellos mismos, al cabo de un tiempo comprendí que, si yo no les hablaba de ello, otros estarían encantados de hacerlo por mí. Y que corría el peligro, tan frecuente, de morir por sobredosis de antídoto. Así que tuve que asumir que, aunque la identidad haya sido secuestrada, una y otra vez, en tanto que alma cristiana, espíritu nacional, empresa unipersonal o estrategia política, a las ideas importantes no se las abandona, sino que se las rescata, como a los hijos, a los amigos, y a los libros prestados... De modo que, como decía Samuel Beckett, es necesario seguir hablando.
Pero para não falar merda también es necesario recuperar una concepción sustantiva de nuestro ser, que no se suba a la parra de la identidad, andándose por las ramas de los atributos, sin haber descendido antes hasta las raíces del nombre. Pues, ¿qué importa ser muy español, muy catalán, muy hombre, muy mujer o muy fluido, si se es poco libre, poco valiente, poco justo, o poco sabio? El núcleo de la identidad no se diferenciaría mucho de aquello que Aristóteles llamó “carácter ético”, y que podemos definir como el conjunto de hábitos, perjudiciales o beneficiosos para la vida, que poseemos o nos poseen. Los antiguos los llamaron virtudes y vicios. Yo prefiero llamarlos potencias o impotencias. Porque no se trata de que cumplan o incumplan unos mandatos divinos o trascendentes, sino de que desplieguen o bloqueen nuestras potencias, dando lugar a una vida más o menos alegre, siempre en el sentido spinoziano. Podemos imaginar ese núcleo ético de muchas otras maneras. Lo importante es, como diría Guillermo de Ockham, que las identidades no deben ser multiplicadas innecesariamente.
Lo cual no sólo atañe a nuestra identidad individual, sino también a la colectiva. Nuevamente, no importa si un grupo concuerda o no con su identidad imaginada, sino si fomenta la educación y la libertad, si es capaz de templar sus miedos excesivos y sus esperanzas exageradas mediante el debate público razonado, si se atreve a criticar y a cambiar aquellos aspectos que considera perjudiciales para la comunidad, y si posee un sentimiento de justicia que le lleve a luchar contra la miseria y la sumisión. El resto es ruido, y furia.
No creo que esto implique negar, o invisibilizar, aquellas cuestiones que nos hemos precipitado en llamar “identitarias”, sino sólo subordinarlas a esta otra dimensión ética, sin la cual todo lo demás es vano. Pues de nada sirve que nos sintamos sentirnos libres de sentirnos lo que queramos, si estamos esclavizados por nuestra propia ignorancia, soledad, adicciones o miseria. Por eso el neoliberalismo se ha mostrado siempre dispuesto a concedernos todos los derechos identitarios que queramos, a cambio de que no le exijamos ningún derecho social. Y, ahora, que nos ha llevado a la quiebra con este mal negocio, llega la ultraderecha, dispuesta a arrebatárnoslo todo, a cambio de repartir las migajas de sus identidades asesinas (uf qué mal, o qué Maalouf). Lo cual es tratar de salvarse de la horca tirando de la cuerda hacia arriba.
Necesitamos, en fin, una revolución copernicana, que atraviese la falsa dicotomía entre “política identitaria” y “política tradicional”. Porque toda política es identitaria, en un sentido ético, ya que se ocupa, o se desocupa, de las acciones que posibilitan que una sociedad asimile hábitos justos, sabios, valerosos y libres; y ninguna debería serlo, en un sentido patético, como es el de exaltar las pasiones tristes del narcisismo, el miedo, el odio o la paranoia, con el objetivo de obtener un rédito económico o político.
Hablemos, pues, de la identidad, sí, pero en los términos adecuados. Pues nadie puede esperar ganar un duelo si deja que sea el otro quien escoja las armas.
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