Verse las caras
Dejemos de hablar con improperios. Un conservador no es un “nazi”, ni un progresista un “estalinista”
Leo el último libro de Michel Onfray, titulado El arte de ser francés, y me quedo preocupado. No sé qué pensar. ¿El nietzscheano de izquierdas, el socialista libertario, el hedonista materialista se ha vuelto un reaccionario? En una página me lo parece, y en la siguiente no. En un párrafo me convence, y en el siguiente me indigna. Solo estoy seguro de que aquel que me enseñó tantas cosas (y que fundó la Universidad Popular de Caen para luchar contra las ideas de Le Pen cuando este pasó a la segunda vuelta en las elecciones de 2002) se merece más que un juicio sumario. Pensándolo bien, se merece más que un juicio. Se merece una lectura atenta, una disensión respetuosa y grandes dosis de humor y cordialidad. ¿Y no se merecen también eso, de este lado de los Pirineos, aquellos intelectuales que nos enseñaron a pensar cuando apenas habíamos oído hablar de Spinoza o Cioran (y que además se atrevieron a decir lo que pensaban cuando las consecuencias no se limitaban a verse escarnecido en las redes sociales)?
Dejemos de hablar con improperios y tratemos de hablar con propiedad. Una cosa es que ese sistema de gruñidos que es el lenguaje humano no pueda expresar todos los misterios del Universo, y otra muy diferente que nuestras palabras se resignen a ser gruñidos de odio y de temor. Como decía Ortega, para eso están las interjecciones. Y es que quizás un conservador no es un “nazi”, sino solo alguien que desea, por nostalgia o convencimiento, que las cosas no cambien demasiado. Podemos coincidir o no con él, pero considerarlo totalitario y genocida resulta, cuanto menos, exagerado. Y quizás un progresista no es un “estalinista”, porque no aspira a una revolución violenta, ni a un gulag, sino solo a que se redistribuya mejor la riqueza y se invierta más en sanidad y educación. Pero cuando el progresista llama “nazi” al conservador, y el conservador llama “estalinista” al progresista, ambos se vuelven, por reacción o defensa, dogmáticos y violentos, lo cual parece confirmar a posteriori los prejuicios que cada uno había proyectado sobre el otro. En virtud de este círculo vicioso, los puntos de vista se transforman en puntos de mira.
“Felices los que no hablan, porque ellos se entienden”, suspiraba Larra en Las palabras. Pero al poco se suicidó. Es necesario hablar, como diría Beckett. Aunque hay que domar las palabras, pues estas, como Bucéfalo, se asustan de su propia sombra, que es el dogmatismo (entendido como la tendencia a reducir la realidad a consideraciones morales binarias). No se trata, claro está, de negar la posibilidad de todo juicio, sino de esperar un poco, porque es imposible juzgar sin comprender, y porque es imposible manejar aquello que no se comprende. Mejor suspender el juicio, como recomendaba Montaigne, y realizar una descripción descarnada y genealógica de la realidad, como aprendimos de Nietzsche. No hay prisa. Más bien urge darse tiempo. Urge dejar hablar hasta el final. Urge conversar más que discutir. Para llegar a la raíz hay que saber irse por las ramas.
También creo con Erasmo, que vivió una época semejante a la nuestra, que “solo de la lengua que confiesa llegará la restauración de la concordia”. Y que la izquierda debería reconocer que se equivocó al demonizar a la derecha, llamándola “fascista”, con la intención de diferenciarse de ella, en un momento en el que la hegemonía neoliberal las había vuelto prácticamente indistinguibles; que se equivocó al abandonar al trabajador medio y al nuevo precariado, para centrarse exclusivamente en las cuestiones identitarias; y que se equivocó en su enfoque de la educación y de la familia, al adoptar posturas posmodernoides, en las que persiste aun después de que se hayan revelado altamente armónicas con el neoliberalismo. Si reconoce estos y otros muchos errores, quizá la derecha reconozca que se equivocó al llamar a la izquierda “estalinista”, cuando sus diferencias profundas resultaban de lo más superficiales; que se equivocó al no saber oponerle a los nacionalismos sin Estado más que la gasolina del nacionalismo con estado; y que se equivocó al considerar que la justicia social es una cuestión meramente ideológica, cuando debería ser una prioridad nacional, tal y como reconoce Francia en el artículo primero de su Constitución. De aquellos polvos estos lodos.
No soy ingenuo. Sé que somos molinos cuyas aspas giran sobre el eje de nuestros intereses según el viento de las circunstancias. Pero tampoco estoy loco, pues sé que no somos gigantes condenados a matarse a garrotazos. Soy realista y creo, de buena fe, que si nos acercásemos un poco quizás lográsemos vernos de verdad las caras.
Bernat Castany Prado es filósofo y profesor en la Universidad de Barcelona.
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