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tribuna
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En defensa de la democracia

La radicalización de la derecha y su connivencia con la ultraderecha apuntan a un desbordamiento de los parámetros en los que se ha desenvuelto la vida política española desde la Transición

Elecciones 23-J
Un operario traslada urnas en los talleres municipales de Barcelona donde se prepara el dispositivo para las elecciones del próximo domingo.Alejandro Garcia (EFE)

Conforme nos aproximamos a la cita electoral del 23-J, más señales de alarma se encienden. No sólo la ciudadanía que se identifica con opciones políticas de izquierdas, sino toda persona con apego a la democracia, debería captar la transcendencia de estos comicios. No está en juego una simple alternancia entre dos grandes propuestas, progresista y conservadora, en el marco de un orden constitucional asumido por todos. Esta vez, la radicalización de la derecha y su connivencia con la ultraderecha apuntan claramente a un desbordamiento de los parámetros en los que se ha desenvuelto la vida política en España desde la Transición.

No se trata del consabido grito “que viene el lobo” como recurso electoralista. El lobo merodea realmente en torno a nuestras instituciones y trata de normalizar sus aullidos en la sociedad. Una oleada de populismo, de intolerancia y xenofobia se extiende por todas las naciones. No estamos ante un asalto violento y directo al Estado, como los que conoció Europa en los años treinta del siglo pasado, dando paso a terribles regímenes totalitarios. Hoy asistimos a un proceder más sutil: ocupar las instituciones, vaciarlas de sustancia democrática, desarticular a la sociedad civil. Estamos ante el peligro de un grave retroceso en los derechos alcanzados por las clases trabajadoras, de los avances en materia de igualdad entre hombres y mujeres, del Estado de bienestar y las libertades… Todo ello en provecho de una reducida élite que acumula riqueza y entiende afrontar los retos competitivos del siglo desde gobiernos de rasgos autoritarios, capaces de encorsetar y manipular la desazón social.

La campaña desatada contra el Gobierno de Pedro Sánchez por el PP de Alberto Núñez Feijóo, espoleado por Vox, no deja lugar a dudas. Nadie ha escuchado una propuesta liberal en ningún ámbito. No se ha oído ninguna crítica razonada acerca de la acción reformista del Ejecutivo de izquierdas. No ha habido nada de lo que cabía esperar en una disputa electoral. Todo han sido descalificaciones y deshumanización del adversario. Hipérboles y mentiras a chorro, emponzoñando la atmósfera. En plena pandemia, el Gobierno de coalición fue declarado “ilegítimo” y “filoetarra”. Durante estos años, la derecha ha bloqueado la renovación de las más altas instancias judiciales. Hoy, siguiendo la estela de Donald Trump, Feijóo siembra sospechas acerca de la propia limpieza del proceso electoral. La democracia no se sostiene sin credibilidad social hacia las instituciones. Sus engranajes necesitan el lubricante del respeto y la veracidad para no griparse. Pues bien, eso es lo atacan vehementemente las derechas. Tras unos años estresantes para la ciudadanía, pretenden excitar su enojo y nublar la razón, anular la conversación democrática. Se trata de ocultar a todo precio el meritorio balance del Gobierno en materia laboral, económica y medioambiental; de ignorar su papel destacado en Europa o denostar la reconducción, por la vía del diálogo, del conflicto territorial en Cataluña. El PP se cuida de exponer su programa, una agenda de recortes en los servicios públicos y regalos fiscales a los más hacendados, en la que reconoceríamos fácilmente las recetas neoliberales fracasadas, aplicadas en anteriores crisis. En lugar de eso, recurre a la emotividad. Azuza el miedo, difuso entre la población, ante un futuro repleto de incertidumbres. Cabalga la ira social que suscitan las desigualdades, designando como chivo expiatorio a los sectores más desprotegidos… Cegar la vía de la política y polarizar a la sociedad: así pretenden las derechas hacerse con el poder.

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El fin determina los medios y estos revelan la meta que se persigue. Los métodos antidemocráticos solo pueden propiciar una finalidad iliberal. El ejemplo húngaro podía parecernos lejano. Mucho más cerca, unos meses de Gobierno de Giorgia Meloni en Italia bastan para entender por dónde van las cosas: ataque a las prestaciones sociales, cuestionamiento de los nuevos derechos civiles, crueldad en la política migratoria… Un Gobierno para los ricos que inocula odio al diferente entre los humildes. Sin cambios legislativos notables, el Estado va perdiendo su función vertebradora de la sociedad y se desliza hacia una función coercitiva, de mantenimiento del orden. Un orden cada vez más injusto.

No podemos permitir que las derechas empujen al país a semejante dinámica. Hay que cerrarles el paso. Y hay que hacerlo para profundizar en la senda emprendida estos últimos años. Ningún reproche a los errores que haya podido cometer el Gobierno de izquierdas —y que en ningún caso desmienten su valiosa aportación— debería llevar a una abstención, a un voto en blanco o a un voto de “protesta” ante la grave disyuntiva que se nos plantea: seguir apostando por el progreso social, la convivencia en España y la construcción europea… o emprender viaje hacia un régimen de corrupción y autoritarismo. ¡Que nadie falte a la cita del 23-J! Hay que llenar las urnas de votos progresistas. De ello depende el futuro de la democracia.


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