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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Votar al buen salvaje

En un país que patentó el “que se vayan todos” –los políticos–, ahora reina la idea de que, para que eso suceda, se necesita un salvaje, un verdadero trastornado

Guillermo Moreno, secretario argentino de Comercio, en Buenos Aires, Argentina.
Guillermo Moreno, secretario argentino de Comercio, en Buenos Aires, Argentina.REUTERS
Martín Caparrós

Desde que la Argentina empezó a querer ser un país, hace más de dos siglos, todo tipo de señores y señoras intentaron gobernarla –y muchos, ay, lo consiguieron. Pero ninguno de ellos se había presentado como “un marginal desquiciado”. Ahora por fin sí: no fue fácil pero lo logramos. Nada se nos resiste.

Mario Guillermo Moreno es uno de los personajes más coloridos de una tierra a la que últimamente todo le cuesta mucho, salvo jugar al fútbol y producir personajes coloridos. El señor Moreno nació en Buenos Aires en 1955, hijo de una familia de clase media de un barrio modesto, y cumplió 21 años cuando empezaba una larga dictadura. No se sabe mucho qué hizo durante; sí que, cuando se acabó, abrió una ferretería y empezó a participar en distintas corrientes peronistas. Las corrientes peronistas están llenas de remolinos: en ellas el señor Moreno confraternizó con personas que después serían sus peores enemigas y combatió a personas que después serían sus mejores amigas, se curtió para seguir aquella definición del padre fundador: “Sí, el peronismo es una bolsa de gatos. Pero los de afuera, cuando nos oyen, creen que nos estamos peleando y, en realidad, nos estamos reproduciendo”.

El señor Moreno se reprodujo lo suficiente como para alcanzar un par de cargos públicos y por fin en 2003 el presidente kirchnerista Néstor Kirchner lo nombró Secretario de Comunicaciones. Allí no destacó: su gran momento empezaría tres años después, cuando pasó a ser Secretario de Comercio Interior.

Como tal debió manejar una economía siempre desquiciada. Cuentan que lo hacía con mano de hierro –y un revólver sobre su escritorio, para que sus interlocutores entendieran los términos del intercambio. Su medida más recordada fue disponer que el Instituto Nacional de Estadísticas y Censos –INDEC– falsificara a la baja muy baja las cifras de inflación y de pobreza. Así su gobierno pudo jactarse de tener “menos pobres que Alemania” y estafar a los dueños de bonos públicos que debían actualizarse por esa inflación.

El señor Moreno era una de las máscaras más conocidas del señor y la señora Kirchner. En esos años frecuentaba radios y pantallas lanzando bravatas, amenazando –peronista al fin– a diestra y a siniestra. No funcionó: consiguió irritar a todos sus interlocutores y no consiguió, en cambio, contener los precios. En 2013 lo mandaron como agregado comercial a Roma: la dolce vita era, también, la amarga vita del fracaso.

Después el peronismo perdió las elecciones y él tuvo que volver al país, volver al llano, someterse a la justicia. En un momento en que tantos compañeros suyos fueron condenados por usar dineros públicos para su beneficio, el señor Moreno tuvo el honor de serlo por usarlos para pelearse: para pagar carteles y globos contra el diario Clarín que, tras haber sido la niña mimada del primer kirchnerismo, se volvió la harpía cruel infiel, enemiga absoluta.

Le dieron solo dos años de prisión en suspenso, y el señor nunca dejó de intentar participar en política o lo que sea que eso sea –y ahora vuelve. En la bolsa de gatos peronista varios creen que pueden ser candidatos porque no hay ninguno que lo sea claramente. La Argentina tiene cien por ciento de inflación y cuatro millones de desnutridos y, entre tanto, la política consiste en las peleas y peleítas de los señores y señoras que quieren ser candidatos presidenciales contra otras señoras y señores de sus mismos partidos que también quieren serlo. Es difícil situarse más lejos de lo que los ciudadanos necesitan y esperan.

Por eso, seguramente, las encuestas se extasían ante un tal Javier Gerardo Milei, 53, economista gritón, pelos revueltos, padre de un perro –dice– y abuelo de otros tres, que no tiene más partido que sí mismo y se presenta como un “libertario” que propone liberar la venta de niños y de órganos y de armas y acabar con la educación obligatoria y el aborto legal mientras explica, por ejemplo, que el ecologismo quiere “exterminar la población para cuidar el planeta”. Y que la educación sexual es una “conspiración posmarxista” para acabar con la familia y que los “zurdos de mierda” están acorralados y que los políticos son “todos chorros” y que hay corrupción porque existe el Estado y hace obra pública, así que la solución es dejar de hacerla o, mejor, eliminar el Estado –que “jamás puede ser eficiente porque usa la plata de otros”.

Algún día los argentinos se preguntarán cómo fue que pudieron siquiera escucharlo tres minutos seguidos –y les dará, supongo, un rubor escarlata– pero por ahora muchos creen que lo siguen: aquellas encuestas dicen que parte importante de sus votantes eventuales son hombres jóvenes y pobres, personas que solían apoyar al peronismo. Así que, donde muchos ven una amenaza, el viejo peronista Moreno vio una oportunidad, y acaba de lanzar su campaña con un spot que es la síntesis perfecta de un país hecho jirones. En él dice que “la Argentina está atravesando una de las peores crisis de su historia (…) Hace falta un hombre fuerte, con coraje y experiencia, un patriota que tenga las cosas claras y hable de frente (…), un hombre de principios y valores. Si la realidad te quitó tanto la esperanza que hasta estás dispuesto a votar a un marginal desquiciado, elegí bien a cuál. Guillermo Moreno, el Buen Salvaje 2023″.

Ya había habido, en la Argentina, políticos que compitieron para venderse como el más inteligente, el más simpático, el más empático, el más enfático, el más coqueto, el más concheto; no, todavía, uno que se propusiera como el más chiflado. El fracaso de todos al fin lo consiguió: sus críticos –otros políticos argentinos– prefieren presentarse como “marginales desquiciados” antes que ser considerados uno de ellos. En un país que patentó, hace más de dos décadas, el “que se vayan todos” –los políticos–, ahora reina la idea de que, para que eso suceda, se necesita un salvaje, un verdadero trastornado. La competencia ya empezó: el que pueda mostrar que lo es más que nadie estará más cerca del poder. De ahí los disparates del señor Milei; de ahí, la competencia disparatada del señor Moreno. La Argentina fue, mucho tiempo, tierra de psicólogos; ahora parece ser barro de psicóticos.

No es muy alentador. La desesperanza está, y tan justificada. Pero quizá sería mejor que su salida no consistiera en buscar enajenados sino proyectos nuevos, ideas transformadoras, modos distintos de pensarse y gobernarse. Conseguir que los que hundieron el país se resignen a dar un paso al costado y permitir que, más allá de ellos, los argentinos intenten, sin desquiciados, sin salvajes, definir qué quieren y cómo podrían conseguirlo. La utopía, últimamente, es muy modesta: sería, digamos, solo un mínimo acuerdo para ponerse a pensar qué país se puede organizar –y tratar de construirlo sobre las ruinas del fracaso que sí supimos conseguir. No parece cercana, parece indispensable.

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