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Columna
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‘Berluscotrumpismo’

Cuando se observa la extraña trayectoria de estos privilegiados pillos posmodernos el calificativo de populistas se nos queda corto

El expresidente de EE UU, Donald Trump.
El expresidente de EE UU, Donald Trump.AMR ALFIKY (REUTERS)
Fernando Vallespín

Que no nos engañen las diferencias entre el “simpático” personaje mediterráneo de la amplia sonrisa y el hosco wasp del ceño fruncido permanente; o las que existen entre la cultura política de cada uno de sus dos países de origen. No nos fijemos tampoco en exceso en algunos de sus muchos puntos en común, como su origen empresarial, aunque aquí el italiano tuvo un éxito considerablemente mayor, ni en su patológica personalidad narcisista o sus veleidades en temas de faldas.

No, el aspecto más relevante y misterioso, el que nos permite asociarlos a un mismo fenómeno, es —era, en el caso de Berlusconi— que las reglas que rigen para todos no sirven para ellos. Su comportamiento como políticos es tan inmune a consideraciones de moral general como al sometimiento a las leyes; es más, el apoyo de sus seguidores parece intensificarse cuanto más severa sean las acusaciones en su contra; curiosamente, el escándalo juega a su favor, cuanto más transgreden más se aprietan las filas de sus partidarios; estos son, en un sentido literal, “incondicionales”. Se dirá que esto ocurre con todos los partidismos, pero lo habitual en otros lugares es que cuando un político o un partido quiebra las normas se acuda a la clásica cortina de humo del “y tú más”. Aquí hay al menos una forma implícita de reconocer la culpa, se es consciente de la falta, aunque acabe manchando a la clase política como un todo. Nuestros dos protagonistas no lo necesitan, se saben, sabían, exentos. Quizá por eso mismo se metieron en política, abrazándose a la retórica populista de su enfrentamiento con el sistema establecido, el pueblo contra un defectuoso e inmoral Estado de derecho. Si este se vuelve contra ellos siempre les queda la justificación, como ahora hace Trump, de imputarlo a una reacción de defensa del “Estado profundo” y sus élites frente a quien eleva la denuncia, el fácil recurso a la victimización del supuesto rebelde frente al establishment.

Cuesta creérselo de quienes ostentaban tal condición de privilegio, pero funciona. Y lo hace porque previamente ambos consiguieron establecer la visión de la realidad que mejor encajaba en sus designios. Desde su control de la televisión, Berlusconi provocó un verdadero destrozo de la cultura política italiana. Cuando la situación estuvo madura creó su propio partido político. Trump se construyó también un personaje gracias a los medios y luego a través de su peculiar uso de las redes sociales. No precisó recurrir a un partido, se apropió del republicano y casi consigue hacerse con el Estado. Puede que la clave para entender el misterio de su impunidad entre los suyos resida, pues, en esta extraña reestructuración de la comunicación política a la que estamos asistiendo. Sin embargo, cuando se observa la extraña trayectoria de estos privilegiados pillos posmodernos el calificativo de populistas se nos queda corto. Entran más bien en la categoría de los caraduras que toman al pueblo por idiota y, esto es lo extraordinario, ¡aciertan! Deberíamos hacérnoslo ver, averiguar qué diablos estamos haciendo tan mal los ciudadanos en los sistemas democráticos.

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Sobre la firma

Fernando Vallespín
Es Catedrático de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid y miembro de número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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