No hay que reindustralizar, sino forjar alianzas
Una vez que una industria se va, no vuelve. Un programa de subvenciones como la Ley de Reducción de la Inflación no es suficiente, y ni siquiera debería ser el comienzo para recuperar el sector en EE UU
En el mundo de la fabricación, hay un viejo dicho según el cual una vez que una industria se va, no vuelve. Es el Humpty Dumpty (Zanco Panco) de la economía. Por eso los alemanes, que saben un par de cosas sobre la fabricación, han luchado tanto contra la desindustrialización. Estados Unidos y el Reino Unido abandonaron la industria hace décadas, pero el Gobierno de Biden quiere que vuelva. El instrumento elegido es la ley de Reducción de la Inflación del año pasado, con su programa de 370.000 millones de dólares en ayudas a la energía verde. Me temo que Estados Unidos subestima la magnitud de la tarea.
La fuerza intelectual detrás de esa estrategia es Jake Sullivan, asesor de seguridad nacional de Joe Biden. Es un signo de los tiempos que la política exterior dicte el cambio estratégico de política económica más importante de las últimas décadas. Sullivan ha citado el vaciamiento de la base industrial de Estados Unidos como una de las razones para esta estrategia. La otra, por supuesto, es China.
La Casa Blanca afirma que el objetivo de la ley de Reducción de la Inflación es hacer “a la nación más resiliente frente a las amenazas crecientes... e impulsar inversiones económicas fundamentales en comunidades históricamente marginadas”. Esto describe bastante bien la mezcolanza de objetivos de política exterior e interior. En política, es raro que un instrumento político consiga dos objetivos. Lo más normal es que no consiga ninguno de los dos.
La magnitud del problema queda ilustrada por la disminución del papel de la industria. En el Reino Unido y Estados Unidos, la fabricación representa entre el 17% y el 18% del valor añadido en la economía, según el Banco Mundial; en Alemania y Japón, entre el 27% y el 29%; en China, casi el 40%.
La interpretación que hace Sullivan de la industria es la de un experto en política urbana, muy alejado de la realidad industrial. Recibí por primera vez una dosis de este tipo de pensamiento cuando llegué al Reino Unido a principios de la década de 1980 como un joven estudiante procedente de Alemania. La transición del Gobierno de Thatcher hacia una economía basada en los servicios estaba muy avanzada, y recuerdo lo sorprendido que me quedé cuando un conocido economista me explicó que la planificación a largo plazo y la investigación y el desarrollo tenían escaso valor. Afirmaba que el largo plazo no era más que una excusa para los beneficios bajos, y que las finanzas eran el futuro.
Esto no podía estar más alejado del mundo de la industria. Como Martín Lutero, ahí está y no puede hacer otra cosa. Una empresa industrial tarda años en construir cadenas de producción y de suministro. Por eso China lo hace tan bien. Los horizontes temporales de la industria se corresponden mejor con los planes quinquenales que con los objetivos de beneficios trimestrales. Ahí radica el primer obstáculo. El mandato de un presidente estadounidense, y el de su asesor de seguridad nacional, son breves. ¿Sería una empresa industrial tan temeraria como para hacer una apuesta estratégica a que Donald Trump no vuelve a ocupar el cargo? ¿O a que, si lo hace, continuará con las políticas industriales de Biden? ¿O a que incluso una futura Administración demócrata las continúe?
La industria necesita infraestructuras y apoyo político para tener éxito. Necesita inmigrantes cuando tiene escasez de personal. Necesita universidades que formen ingenieros cualificados en masa. Necesita un contexto financiero diferente al de la City londinense o Wall Street. Un ejemplo es esa peculiar institución alemana, el Instituto de Crédito para la Reconstrucción (KfW por sus siglas en alemán), un banco de propiedad estatal especializado en inversiones industriales. Alemania también cuenta con redes de institutos de investigación centrados en la industria.
La producción conlleva una parafernalia de organismos como estos, que desaparecieron hace mucho tiempo en las modernas economías de servicios.
Por supuesto, el diagnóstico de Sullivan es correcto: la base industrial estadounidense ha sido vaciada. Eso fue una imprudencia. Los gobiernos no han sabido ver los costes sociales, además de los económicos, de la desindustrialización. Ya he sostenido antes que el declive industrial fue la raíz del éxito del populismo en los últimos años, incluso más que la inmigración. El principal apoyo de Trump procede del cinturón del óxido del Medio Oeste. Y las ciudades industriales del norte de Inglaterra fueron las que inclinaron la balanza a favor del Brexit en 2016. Si el Reino Unido y Estados Unidos hubieran mantenido el respeto por la industria, como han hecho Alemania y Japón, la política en Gran Bretaña y Estados Unidos podría haber sido diferente.
Puede que la reindustrialización sea un objetivo loable, pero la estrategia de Sullivan requeriría un trasplante de cerebro político. Sería un programa a muy largo plazo. La manera de empezar sería construir un consenso bipartidista. Un programa de subvenciones no es suficiente. Y no debería ser el comienzo.
Tampoco veo cómo conseguirá Estados Unidos el segundo objetivo declarado de la ley de Reducción de la Inflación: ser más resiliente e independiente de China. China sigue teniendo prácticamente el monopolio de algunas tierras raras y otras materias primas. Lo único que conseguirá la nueva inversión estadounidense es reorganizar los nodos o puntos más altos de las cadenas de suministro.
Una respuesta política más inteligente por parte de Estados Unidos sería crear asociaciones estratégicas industriales y de cadenas de suministro en África y Latinoamérica. Eso es lo que ha hecho China, por ejemplo, al adquirir una participación estratégica en una mina de litio chilena. Chile es el segundo productor mundial de litio, una materia prima fundamental para la fabricación de baterías eléctricas. China es ahora el mayor socio comercial de Chile. A medida que Estados Unidos perdía interés en Latinoamérica, Chile se fue volviendo cada vez más dependiente de China. También los europeos están empezando a descubrir el papel que desempeñan Latinoamérica y África en la seguridad de su cadena de suministro.
China también es más activa en África desde el punto de vista diplomático que los europeos y los estadounidenses. A la hora de construir nuevas relaciones estratégicas que beneficien a las economías occidentales, yo empezaría por ahí.
Lo que me dicen los comentarios de Sullivan es que Estados Unidos ha perdido algo más que la industria. Ha perdido su instinto para comprender de qué va.
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