Amenaza y favorito
Arsenio Iglesias fue algo más que un entrenador, al que se recordará sobre todo por una frase: “Lo siento sobre todo por esos niños y esos abuelos que estaban tan ilusionados”
Arsenio Iglesias fue algo más que un entrenador. Fue un tipo en el que alguien creyó. No alguien concreto, no un dedo poderoso ni una energía del más allá, sino mucho más. Nadie sabe lo que cuesta que los vecinos de una ciudad confíen en uno de ellos para llevar un equipo renovado de estrellas, sobre todo cuando ese propio vecino había ascendido al equipo pero no había entrenado nunca en Primera: era hora de fichar a un grande, a alguien con experiencia, con elegancia, con verbo, con revolución. Arsenio Iglesias fue algo más que un entrenador. Fue un tipo que se cargó desde muy abajo y con un discurso muy sencillo unas teorías muy complejas sostenidas en lo de siempre: aire.
Como a los más grandes, a Arsenio Iglesias se le recuerda una derrota tremenda, la Liga perdida en el último segundo después del penalti trágico de Djukic. Se olvida más, porque hizo menos ruido que ese penalti, que la temporada siguiente levantó a esa plantilla de forma inverosímil para conquistar el primer título de la historia del Dépor (bajo la lluvia, como cuando empezó a tronar al abrir el nicho para enterrar a Arsenio y no paró hasta que se cerró, “como en la final de Copa”, dijo su familia); se recuerda su célebre “cuidado con la fiesta, que te la quitan de los fuciños” y se olvida, después del drama, que llegó a la rueda de prensa viejo, cansado y exhausto para decir apenas una frase que define a algo más que un entrenador: “Lo siento sobre todo por esas gentes, esos niños y esos abuelos que estaban tan ilusionados”, dijo. Porque ni los que les queda toda la vida por delante ni los que la tienen por detrás saben cuándo van a tener otra oportunidad.
El éxito de Arsenio (nunca fue Iglesias, siempre fue Arsenio) fue un éxito socioeconómico más que deportivo, lo cual tiene mérito porque nunca quiso ser otra cosa que un hombre de fútbol, uno de esos que pisan los despachos a disgusto con hierba en el calzado. Hizo una carrera primero en el campo y luego en el banquillo que no se saltó ningún paso, y esos escalones fueron los que le ayudaron a mirar abajo, saber lo que cuesta y no tener vértigo. No lo tuvo entrenando al Dépor cuyo 11 se aprendió de memoria toda España, no la tuvo siquiera cuando, ya retirado, aceptó la llamada del Madrid que acababa de destituir a Valdano (“no se le puede decir que no”, dijo lacónico antes de coger la maleta y dirigirse a un equipo en descomposición que no pudo sostener).
Sin vértigo y sin miedo ha conseguido algo más importante que las muchedumbres que fueron a despedirlo y la conmoción que causó su muerte; eso que consiguió fue que casi 30 años después de su retirada no solo nadie se hubiese olvidado de él a pesar de sus pocas temporadas en la élite, sino que se le tuviese muy presente por lo que tenía de simbólico su éxito, que es el éxito más delicado y efímero de todos, y también el que más llena, el que más poso deja: que alguien crea en ti y crea en lo que dices, crea en lo que haces y tú se lo hagas creer a los demás hasta conseguir algo tan marciano como elevar al Deportivo a la aristocracia europea y convertirlo en amenaza y favorito, que es exactamente lo que Arsenio nunca fue.
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