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Columna
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Una ventanilla para el dolor

Frente a la indiferencia general, muchas víctimas de abusos se han sentido reconfortadas por el mero hecho de ser escuchadas

Alfonso Pedrajas
El jesuita Alfonso Pedrajas, en una de sus visitas al balneario de Urmiri, en Bolivia, unos años antes de morir.
David Trueba

Uno de los ejercicios periodísticos más ejemplares de los últimos años es el que ha dedicado este diario a la revelación y seguimiento de algunos de los miles de casos de pederastia relacionadas con instituciones eclesiásticas y personajes con autoridad y relevancia. Frente a la indiferencia general, muchas víctimas se han sentido reconfortadas por el mero hecho de ser escuchadas. La justicia reparadora va a ser, me temo, inalcanzable, pero queda el consuelo de la verdad aflorada. Frente a quienes han hecho su bandera de ese acomodaticio y siempre perverso mantra de que es mejor no remover las heridas del pasado, hay algo que rebosa más allá de los intentos de que todo permanezca en silencio en la olla podrida. Seguramente es la rabia o la pena o, a lo mejor, un rayo tenue de dignidad. Recientemente quisimos poner en marcha un proyecto audiovisual que contaba los abusos en una institución escolar de Barcelona, amparados por la dirección colegial y hasta incluso silenciados por la asociación de padres. Las víctimas y sus familiares lograron investigar, encontrar a los culpables y llevarlos a juicio. Pero en cada estamento decisivo para arrancar el proyecto, al igual que les sucedió a las familias durante el proceso, encuentras la misma respuesta: mejor no remover, esto no interesa a nadie, lo sentimos pero no, al público no le va a gustar.

La certeza es bastante sólida. Por más que los casos de pederastia conmueven y escandalizan, cuando afectan a instituciones sólidas y bien amparadas en la sociedad provocan una mezcla de sensaciones. La principal es la de autoprotección. Los poderes se asocian para lograr el silencio, la inmovilidad y el ocultamiento. ¿A qué se debe? Muy sencillo, a que existe una sutil imbricación de todos con el núcleo escolar o eclesial de raíz. Una lealtad mal entendida, al estilo mafioso. En las últimas semanas, hemos tenido acceso al diario de un jesuita español en Bolivia que describía sus emociones frente a los abusos que cometía. Por un lado, la percepción del pecado. Por otro, la culpa. Pero por encima de todo, la angustia por no ser descubierto, el apoyo de los superiores en el encubrimiento y la mezquina coartada de la protección corporativa. Así hasta fallecer con honores y en la normalidad absoluta, cuando no ejemplar. El cuento real quedaba callado, la herida oculta, lo podrido a resguardo.

He conocido amigos que sufrieron abusos y violaciones en el entorno escolar, deportivo, familiar. Algunos han llegado a telefonear a sus agresores, preguntarles directamente si eran conscientes del daño que causaban. Otros incluso han reflejado en novelas o películas sus violaciones hasta darles una pátina de ficción. En la mayoría de los casos incluso han tratado de restarle gravedad o trascendencia por su propia supervivencia. Cada uno ha lidiado con episodios íntimos de la manera que consideran adecuada. Pero la sociedad en conjunto aún no ha sabido qué hacer con todo este material. ¿Es una causa general o una anécdota repetida mil veces? ¿Es un exceso puntual o un síntoma?

Pero más allá de la respuesta, las autoridades correspondientes han sido tacañas, escapistas y malintencionadas en cada uno de sus movimientos de asunción de responsabilidad. Ahí sigue la cicatriz supurando. Felicitaciones al departamento de este periódico por mantener la ventanilla abierta.

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