Ayuso y cierra España
Lo de menos es la cutrez de boicotear a Bolaños. Lo que debería incomodar es que la presidenta de Madrid actúe como si fuera el Rey o el presidente del Gobierno
La victoria cultural del aguirrismo es inapelable y ha sido llevada hasta el paroxismo por el equipo de comunicación de Isabel Díaz Ayuso. Su fórmula del éxito la revela Guillermo Zapata en una frase clarificadora de No a todo, la novela sobre el tamayazo: “Madrid no debe existir en la esfera pública madrileña más que como proyección nacional”. Es la versión elaborada del silogismo patentado por la presidenta de la Comunidad: “Madrid es España dentro de España”. El sainete del 2 de Mayo fue una escenificación esperpéntica de este principio y el gatillazo que sufrió el ministro de la Presidencia es la demostración más clara de la falta de inteligencia del Gobierno para problematizar lo que en el plano simbólico estuvo ocurriendo durante cuarenta minutos en la Puerta del Sol: un escandaloso secuestro del Estado por parte de la presidenta de una comunidad autónoma que, al constituirse, sorpresas te de la vida, parecía redundante.
No se trata de cuestionar la pertinencia de un “acto cívico-militar” para conmemorar unos hechos que, convertidos en mito por la historiografía romántica, son fundacionales en el imaginario del nacionalismo liberal. En diversos países de América Latina, en los actos de celebración del Día de la Independencia, el Ejército claro que es protagonista en performances patrióticas que tienen esa misma denominación. También lo fue el jueves en Las Palmas de Gran Canaria, por ejemplo, para festejar el 450 aniversario de la creación del Regimiento de Infantería Canarias. La singularidad madrileña es que la presidenta de la Comunidad, a diferencia de lo que ocurre en el resto del país cuando se celebran actos similares (siempre más modestos, eso sí), aquí actúa como si ejerciese la jefatura del Estado y el Ejército se convierte no en protagonista, sino en instrumento de parte: refuerza una idea de país que hace indistinguible Madrid, España y Estado, como si todo fuera lo mismo y todos estuvieran de acuerdo en cómo se declina y define.
Lo de menos es la polémica, la cutrez de boicotear a Félix Bolaños y el morrazo de plantar al líder de la oposición en la tribuna, como si la jefa de protocolo organizase solo para ellos la fiesta de Blas. Lo que debería incomodar a los presentes es que el presentador del acto sea un militar y que la banda militar interprete el himno nacional en tres ocasiones o que la Comunidad se arrogue la bandera nacional y, sobre todo, que se rindan honores de ordenanza a la presidenta y sea ella, tras bajar del pedestal, quien pase revista a la formación militar como si fuera el Rey o el presidente del Gobierno. Lo de veras anómalo es esta impudicia con la que Ayuso imanta el protagonismo a costa del Ejército y lo pone al servicio de la estrategia cultural del Partido Popular madrileño: la imposición normalizada de un nacionalismo rancio con el pack completo en su discurso posterior, donde no faltaron las referencias implícitas a vascos o catalanes (lo de maquetos y charnegos) y a un pasado mítico, empezando por la Reconquista, que podría haber sido dictado desde el sarcófago de la Real Academia de la Historia.
El éxito de esta estrategia cultural e ideológica tiene un objetivo político que va mucho más allá del patriotismo, y por eso es interesante deconstruirla. Al polarizar con el Gobierno y fagocitar el aparato simbólico del nacionalismo, consigue que la proyección de Madrid nunca sea local. En los días previos a las elecciones autonómicas y municipales, la polémica y este despliegue nacionalista han funcionado como un dispositivo de invisibilización. Su principal función ha sido, es y será, el ocultamiento de lo que se ha denunciado en la calle durante el mandato de Ayuso: la degradación ineluctable del Estado del bienestar —residencias, atención primaria, escuela pública…— tras la aplicación sistemática de políticas neoliberales a lo largo de veinte años. Este borrado de los problemas locales templa la ansiedad de la clase que configura el macizo de la raza y ese sector social, que es el principal altavoz nacional del antisanchismo, es hoy el núcleo de la hegemonía conservadora en Madrid.
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