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Columna
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Nunca somos los mismos cuando leemos un libro por segunda vez

Dejar de amar es dejar de contar, dejar de querer que el otro lo sepa todo, dejar de tener el impulso de, cuando te pase algo, incluso tu propio divorcio, llamar inmediatamente a tu marido para contárselo

Scott Fitzgerald.
Scott Fitzgerald.The Granger Collection
Manuel Jabois

Suave es la noche, la novela de Scott Fitzgerald, es la crónica del final del encanto, una virtud que le es otorgada a un número reducido de personas para seducir al mundo con la condición de acabar destruyéndolo. En política se ven muchos. Y Gatsby, que no deja de ser una novela con trasfondo político (la violenta desaparición de un telón que ocultaba lo que había detrás de la euforia de la especulación y el pelotazo), encuentra correspondencia en la siguiente novela de Fitzgerald.

Los protagonistas de Suave es la noche, Dick y Nicole, esa pareja cuya fuerza de atracción consigue que a su alrededor orbite el mundo, terminan no sólo destrozándose a ellos mismos, como a esas alturas le contaba en su correspondencia Fitzgerald a su esposa Zelda (“Nos destrozamos nosotros mismos. Sinceramente, nunca he creído que nos destrozáramos el uno al otro”), sino echando el cierre a una época creada a su imagen y semejanza. Al contrario que El gran Gatsby, radiografía de un encanto, Suave es la noche lo es del desencanto; eso quiere decir que Gatsby tiene una lectura universal y que Suave es la noche tiene tantas lecturas como momentos de la vida en los que uno la lee. Nunca es el mismo libro porque nunca somos los mismos cuando leemos un libro por segunda vez.

Hay una escena particularmente dolorosa que ocurre cuando Dick convence a Nicole para nadar hasta la balsa en la que está Rosemary, la amante de Dick cinco años atrás; una chica joven por la que Dick pierde la cabeza. Al llegar a la balsa, previendo lo que va a ocurrir, Nicole le pide a Dick que suba solo mientras ella se queda nadando alrededor. Escucha entonces su conversación, sabe cuándo su marido habla con alguien que le gusta, y nada y nada como un tiburón triste alrededor de esa balsa y bucea cuando escucha algo que le duele. Pero siempre, en algún momento, falta oxígeno: y para seguir viviendo tiene que seguir sufriendo.

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El patetismo de esa impresionante escena, tan real, tan cruda, tiene un capítulo más. Dick se propone hacer esquí acuático desde esa balsa, como están haciendo los demás. Nicole sabe que ya no será capaz porque ha perdido la forma de antaño, pero que lo intentará para impresionar a Rosemary. Y aunque al principio siente un infinito desprecio, cuando lo ve caer una y otra vez, humillado, sufre por él y se sorprende deseando que sea capaz de hacerlo. Que se mantenga de pie y, en nombre del amor y la admiración que ella le profesa, embelese a Rosemary. Hasta ahí llega su compasión por él.

Quizá la mejor definición de lo que significa una pareja sucede cuando se reúnen Tommy (el amante de Nicole), Nicole y su marido Dick para poner las cartas sobre la mesa. Nicole le pide el divorcio a Dick para irse con Tommy. Dick está de acuerdo y Nicole se pone tan contenta de que una reunión tan delicada haya salido bien que su primer impulso al llegar al hotel es, como siempre, contarle lo que ha pasado a Dick. Quiere llamarlo. Quiere contarle todos los detalles de una reunión en la que Dick ha estado presente. No se da cuenta de que Dick ya lo sabe, tampoco sabe aún que dejar de amar es dejar de contar, dejar de querer que el otro lo sepa todo, dejar de tener el impulso de, cuando te pase algo, incluso tu propio divorcio, llamar inmediatamente a tu marido para contárselo. Tampoco es necesario aprenderlo. La vida es más emocionante sin querer aprenderlo todo.

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Sobre la firma

Manuel Jabois
Es de Sanxenxo (Pontevedra) y aprendió el oficio de escribir en el periodismo local gracias a Diario de Pontevedra. Ha trabajado en El Mundo y Onda Cero. Colabora a diario en la Cadena Ser. Su última novela es 'Mirafiori' (2023). En EL PAÍS firma reportajes, crónicas, entrevistas y columnas.

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