El momento neomercantilista
Los Estados vuelven a vincular su prosperidad al poder militar, industrial, financiero y tecnológico, donde la política comercial es una herramienta más de la política exterior
Estamos asistiendo a un momento neomercantilista. Las ideas librecambistas que han dominado la conversación económica global en los últimos 40 años y han abierto las puertas a la globalización están siendo sustituidas por un nuevo discurso. No es simple proteccionismo, ni mucho menos promoción de la autarquía. Se trata del retorno de una antigua visión que vincula la prosperidad de los Estados a su poder militar, industrial, financiero o tecnológico, y que utiliza la política comercial como una herramienta más de la política exterior. Es habitual que desde la óptica liberal se despache la visión mercantilista como miope, irracional y, sobre todo, superada. ¿Acaso no demuestran las últimas décadas de espectacular crecimiento y desarrollo que lo esencial es liberalizar los mercados para aumentar la eficiencia y el crecimiento, y que las consideraciones de poder deberían quedar en segundo plano?
Tal vez sí, pero la realidad es tozuda. A pesar de que los Gobiernos son conscientes de que la fragmentación de la economía mundial acareará importantes costes económicos (el FMI en sus asambleas los estima entre un 8% y un 12% del PIB global, en su escenario más pesimista), se está imponiendo la idea de que la seguridad económica, la autonomía energética, la resiliencia de las cadenas de suministro o la supremacía tecnológica ahora son más importantes que la búsqueda de la prosperidad, sobre todo en países que ya son suficientemente ricos. Se podría decir que la geopolítica se está comiendo a la economía. En Estados Unidos, donde tanto las élites demócratas como las republicanas están obsesionadas con el auge y la amenaza de China, y donde además existe una larga tradición proteccionista y un enorme mercado interior que reduce los costes del neomercantilismo, este cambio de paradigma es cada vez más claro. El presidente Joe Biden centró la parte económica de su discurso en el estado de la Unión en la defensa de la producción nacional (el Buy American), en la necesidad de que las cadenas de suministro empezaran y terminaran en Norteamérica y en la certeza de que los subsidios e inversiones de sus nuevas leyes harán posible el despertar de un nuevo liderazgo tecnológico y energético (verde) estadounidense que dejará a China rezagada (y que también podría desindustrializar partes Europa). Asimismo, en el Departamento del Tesoro, bastión económico del liberalismo hasta hace bien poco, el discurso dominante está centrado en las sanciones a Rusia, los controles de exportaciones de tecnología a China y el llamado friend-shoring, es decir, libre comercio sí, pero solo con países amigos, al tiempo que se riegan las industrias nacionales de subsidios mediante una nueva política industrial que han bautizado como la “nueva economía de la oferta”. Al otro lado del Atlántico, en la Unión Europea, está costando más incorporar este paradigma. En Bruselas están los mayores defensores del orden económico liberal internacional basado en los intercambios, las reglas y el multilateralismo, y además la Unión se ha construido sobre la idea de la capacidad del comercio para generar, no solo prosperidad, sino, sobre todo, paz duradera. Y aunque la guerra en Ucrania y la crisis energética que ha causado han revelado que la interdependencia puede ser utilizada como arma arrojadiza, como la Unión Europea no es una unión política ni tiene un gran presupuesto federal —y además los países europeos son demasiado pequeños para un mundo de gigantes—, hay muchas más dificultades para reaccionar ante los subsidios norteamericanos, chinos, japoneses o indios. En todo caso, poco a poco, y aunque cueste sobre todo a Alemania, la Unión Europea está despertando de su sueño liberal.
Como muestra el catedrático de economía política Eric Helleiner en su último libro, titulado precisamente Los mercantilistas, existe una extensa y sofisticada tradición que arranca a finales del siglo XVIII con Georg Friedrich List en Alemania o Alexander Hamilton en Estados Unidos, que aboga por una política comercial que combine elementos liberales con intervención del Estado mediante subsidios, aranceles, impuestos, control de las inversiones extranjeras y dirección del crédito hacia sectores considerados estratégicos. Y estas ideas que ahora retornan han tenido mucho predicamento más allá de Occidente. De hecho, en japonés, el origen etimológico de los términos economía (keizai) y economía política (keisei saimin) significan “gobernar la nación y salvar al pueblo”; muy distintos de la visión occidental de la economía como “administración del hogar” (del griego oikonomía), que tan bien personificó la austera canciller Angela Merkel durante la crisis del euro. Y a nadie escapa que China lleva décadas utilizando una estrategia mercantilista de inserción estratégica en la economía mundial para aumentar su influencia y poder, en la que el aumento de la prosperidad, aun siendo importante, nunca ha sido el único objetivo. Además, en China, el neomercantilismo se combina con crecientes dosis de un nacionalismo que, para sorpresa y estupor de los europeos, también se está extendiendo por Estados Unidos.
Este nuevo paradigma de intervencionismo lleva fraguándose varios años, y viene a completar por el lado comercial la deslegitimación de parte de la globalización financiera que tuvo lugar tras la crisis de 2008 y que ahora amenaza con volver por las turbulencias en el sector bancario derivadas de las rápidas subidas de los tipos de interés para controlar la inflación. La covid-19, la invasión rusa de Ucrania y la rivalidad geopolítica entre China y Estados Unidos le han dado un nuevo empujón. Y si nos guiamos por la historia, el dominio de las ideas neomercantilistas podría durar bastante tiempo. Pero eso no significa que vayamos hacia la desglobalización. Más bien deberíamos hablar de fragmentación de la economía mundial y corrosión de su gobernanza. Habrá desacoplamiento tecnológico entre Occidente y el resto, creciente (y tal vez inevitable) proteccionismo verde para luchar contra el cambio climático, control de inversiones de países considerados hostiles, búsqueda de autonomía energética y una peligrosa guerra de subsidios para promover industrias nacionales, a la que la Unión Europea tiene que reaccionar pronto y de forma imaginativa. Pero es poco probable que se desglobalice el comercio de bienes básicos, como por ejemplo el textil, al tiempo que tanto el intercambio de servicios digitales como la movilidad de personas seguirá creciendo. Es poco probable que Estados Unidos apruebe acuerdos de libre comercio en los próximos años, pero la Unión Europea sí intentará integrarse (veremos con qué resultados) con algunas de las economías emergentes del llamado Sur Global, mientras que China continuará expandiendo sus lazos comerciales por Asia con una filosofía neoimperial. La gran damnificada será la gobernanza de la globalización basada en reglas de la Organización Mundial de Comercio. Pero los europeos, defensores del multilateralismo y la cooperación, harían bien en asumir cuanto antes que este es el mundo que viene.
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