Cuando los agresores son niños
No hay un plan trazado o no se nos cuenta cómo atajar esta violencia porque cuando quien agrede es un menor nos quedamos sin discurso
Siempre hubo chulos, macarras, chavales atravesados que lideraban su pequeña banda y se hacían los amos de la calle o del patio del colegio. Tenían olfato para localizar al apocado, que se pasaba la vida intentando sortearlos. En ocasiones, por puro amor a la gresca, los chulos se enfrentaban con otra pandilla para medir sus fuerzas. En mi adolescencia de barrio eran cuitas en las que las chicas no participábamos. Más bien se nos tomaba por espectadoras de aquella masculinidad pendenciera. Lo más que podías desear era que tus hermanos no se vieran jamás desafiados por esos cafres. Observo estupefacta esta proliferación de agresiones en manada de adolescentes a niñas. Por más que una serie de expertos aseguren que esto siempre existió y que si ahora tenemos constancia de ello es porque hay niñas que se atreven a contarlo, para mí es un fenómeno nuevo. No me ha faltado calle, ni espectáculos bravucones de los que quisiera salir corriendo, no me he librado del exhibicionista de la gabardina, ni de la burla de algunos idiotas; he contemplado la crueldad y también me he sentido defendida, pero jamás supe de chicos, por más pendencieros que fueran, que se agruparan para agredir a una adolescente o a una niña pequeña. Esa historia nunca llegó a mis oídos, siendo muchos los cuentos de miedo que corrían de boca en boca.
¿Qué está ocurriendo para que las agresiones sexuales perpetradas por menores en manada se sucedan en los informativos? Las causas, como bien dice quien de esto sabe, son múltiples, aunque el otro día el psicólogo Francisco Villar apuntaba a las redes sociales. Lo hacía señalando las causas del suicidio juvenil, pero se refería a cómo en general la colonización de las mentes juveniles por las pantallas está teniendo efectos perniciosos contra los que no estamos luchando con la vehemencia precisa. No, no era lo mismo la pajilla solitaria ante la foto de una mujer desnuda que ante la recreación en una pantalla del móvil de la agresión grupal a una mujer en un callejón oscuro. Aterra, además, el descenso en la edad de los chavales que están viendo esa porno violencia. Creo que todavía, aunque parezca mentira esa falta de reflejos, existe ese papanatismo exculpatorio hacia lo que provoca las pantallas en los niños, que va desde ese espectáculo de la violencia que conduce a la emulación, a la posibilidad de grabar las fechorías propias y difundirlas. Quien ha sido víctima de una agresión se convierte así en víctima perpetua.
Es paradójico, o tal vez no tanto, que estos hechos lamentables sucedan mientras en la opinión pública hay un exceso de palabrería en torno al sexo, tanto como para que parezca banal, mecánico, desligado de cualquier sentimiento, como si hablar de las emociones que a menudo provoca un encuentro íntimo fuera algo de otro tiempo. Pero qué mejor manera que explicar la sexualidad a los niños sino relacionándola con el cariño. Aunque luego no sea siempre así en el mundo adulto. Me sorprende tanta inflación de la palabra follar en detrimento de aquel ya caduco “hacer el amor” que para una mente infantil resultaría más comprensible, por aquello de inculcar que tener una relación sexual no es como lavarse los dientes. Se habla mucho sin decir nada, y en nuestro adultocentrismo nos olvidamos de los que están más desprotegidos. No tenemos información alguna de cómo son esos chicos que agreden, cómo son sus familias, si están desasistidos de esos valores que permiten calibrar las consecuencias de los actos. Parece que en el fondo no nos llega a afectar. Asistimos atónitos al último suceso y luego nos lavamos las manos porque los agresores son siempre los hijos de los otros. No hay un plan trazado o no se nos cuenta cómo atajar esta violencia porque cuando quien agrede es un menor nos quedamos sin discurso. Tanta palabrería en vano y lo que urge es actuar allí donde se escribe el futuro, en casa y en la escuela.
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