Te agitas un yogur
Como muchos de los clichés que se repiten sobre la familia y sus roles, el de que los abuelos harán con sus nietos todo aquello que no hicieron con sus hijos también es cierto
Google dice que el Actimel se creó en el 95, pero yo recuerdo verlo por primera vez un poco más tarde, cuando se puso de moda en los recreos. En el bolsillo pequeño de la mochila, ese que olía a plátano porque siempre había alguno que se quedaba ahí varios días y acababa manchándolo todo, un montón de niños comenzaron a llevar esas botellitas blancas de ambrosía infantil.
Según decían en la tele, ayudaba a no coger catarros, pero ni lo del L. Casei Immunitas ni que todos mis compañeros lo tomaran eran argumentos válidos para mi padre. Cuando le pedía que me los comprara, me respondía siempre que si quería un Actimel, me agitara un yogur. Que eso eran moderneces.
Con los años, Actimel fue ampliando su gama de sabores y mi padre se convirtió en abuelo. Y una tarde me mandó un vídeo de mi hijo merendando en su casa, así que pude ver que en una mano tenía un gajo de mandarina mordisqueado y en la otra, la botellita blanca que a mí siempre me negó. Ese día descubrí que, como muchos de los clichés que se repiten sobre la familia y sus roles, el de que los abuelos harán con sus nietos todo aquello que no hicieron con sus hijos también es cierto.
Seguramente esa sea la causa de que, por las mañanas, la demografía de los empujadores de carritos en mi barrio se componga mayoritariamente de musulmanas y abuelos. También hay abuelas, gente con turnos de noche y parejas que tienen el crío y la baja recién estrenada. Pero, sobre todos ellos, los que más llaman la atención por ser los más numerosos son las magrebíes y los jubilados.
Algunos de ellos, como mi padre, han paseado, llevado a natación y acostado a sus hijos. Muchos han cocinado para ellos, los han acompañado al médico, los han bañado y no han cumplido uno por uno con los sambenitos de los anuncios del Ministerio de Igualdad. Pero hay otros, sobre todo los más mayores, que están siendo ahora los hombres que las circunstancias, el trabajo o ellos mismos no les permitieron ser hace unas décadas.
Sé de un abuelo que lleva y recoge a su nieto del colegio cada día cuando jamás fue a una función de Navidad de su hija porque tenía que trabajar. Del que no paraba de vocear y ahora a sus niños nadie puede alzarles la voz porque se asustan. Y de otro que nunca dejó de beber a petición de sus hijos, pero que, cuando nacieron sus nietos, lo hizo sin que nadie se lo pidiera. Como no les anunció que lo iba a hacer, tampoco ellos le dijeron lo orgullosos que estaban de él.
La que buscaba con la mirada a su padre en cada actuación de fin de curso tampoco le ha dicho nada. Parece como si se sellara una omertá a este respecto, un pacto de silencio por el cual los abuelos no presumen de sus cambios y los hijos hacen como si siempre hubieran estado ahí. Quizá por eso repetimos una y otra vez que los críos traen mucha alegría, pero casi nunca decimos que nos hacen mejores.
Nos convertimos en padres para darnos cuenta de los malos hijos que hemos sido, eso lo sé porque me ocurrió. Y sospecho que, cuando nos hacen abuelos, sucede algo parecido y tomamos conciencia de lo que hicimos regular como padres. Pero en ambos casos, la vida nos da otra oportunidad.
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