Voz, igualdad, consentimiento
Son las tres patas del capital político con el que hoy trabaja el feminismo, aunque este Ministerio de Igualdad las ignore en lugar de abordarlas con valentía, reduciéndolo todo al activismo de la tribu
El problema no es ir demasiado lejos, sino muy deprisa. Lo dice la socióloga Eva Illouz refiriéndose a los derechos de las minorías sexuales y al “profundo sentimiento de pánico”, al “deseo de volver a la estructura tradicional de la familia” que parece despertarse. Avanzamos deprisa en un mundo repleto de desajustes existenciales, como muestran las novelas de Michel Houellebecq, con la sexualidad como reflejo de nuestro desorden, del descontento político, de la crisis civilizatoria. El pánico presenta a menudo la forma del ciudadano preocupado, por ejemplo por los niños indefensos ante la malvada moda trans. Pero es una postura ventajista: el ciudadano preocupado, explica Carolin Emcke, lo convierte en intocable, pues su preocupación elude cualquier reproche moral. La apariencia de protección puede esconder un profundo sentimiento de rechazo.
A vertiginoso ritmo, tratamos de digerir la revolución de esa cuarta ola que extendió la denuncia de la desigualdad al abuso del poder, reprochando a los boomers que hablasen de revolución sexual pero mirasen hacia otro lado con la pederastia y otras formas de dominación. La arrogancia de algunas de las feministas de entonces para con las de ahora sugiere veladamente que hemos simplificado el feminismo, reduciéndolo a la identidad sexual. Pero esa ola sintoniza bien con las anteriores, ampliando y profundizando lo conseguido. Y no solo al extender la preocupación por la igualdad del feminismo histórico a la liberalización de la voz, a la idea de que solo habrá igualdad cuando las mujeres comprobemos que nuestra voz es importante frente al poderoso. Traducido de forma simplista en ese “Hermana yo sí te creo”, supone en realidad poner patas arriba la vieja asimetría del hombre cazador y la mujer como presa, al tiempo que transforma radicalmente las reglas del juego sobre lo que podemos esperar del otro según su edad, estatus o familia. La socióloga Irène Théry habla de un nuevo civismo sexual, una revolución real que nos mete de lleno en la era del consentimiento, un tema fascinante que aquí reducimos con torpeza a una polémica jurídica que nadie entiende ni quiere explicar.
Pero luchar contra el menosprecio de la voz de las mujeres no puede ser incompatible con el respeto por la presunción de inocencia. Lo que se debe poner en la picota es la impunidad de los delitos contra las mujeres, reafirmando la idea del consentimiento como ampliación de esa autonomía que aún hoy reclamamos para abortar. Voz, igualdad, consentimiento: son el capital político con el que hoy trabaja el feminismo para combatir también las muchas brechas que definen el mundo del trabajo, aunque este Ministerio de Igualdad las ignore en lugar de abordarlas con valentía, reduciéndolo todo al activismo de la tribu. En su absurda guerra por la hegemonía ideológica, prefiere anteponer el interés partidista a la defensa de su institucionalidad, cuando en realidad su principal reto debiera ser luchar por la supervivencia misma de un ministerio que desaparecerá automáticamente si la reacción enfurecida por los cambios llega finalmente al poder. Porque, si ocurre, y aunque no quieran escucharlo, ese también será su legado.
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