Sin patria pero sin amo
No hay porción de la sociedad nicaragüense que no haya sido golpeada despiadadamente por una tiranía que, hasta el momento de la deportación, no había dado tan clara muestra de debilidad
La sorpresiva deportación masiva de más de doscientos presos políticos nicaragüenses, arrojados al destierro al tiempo que se les despoja para siempre de su nacionalidad y de todos sus derechos políticos es, pese a la brutal arbitrariedad con que inopinadamente se vieron a bordo de un vuelo chárter que los llevó a Washington y a la libertad, noticia que llena de alegría a todos lo demócratas de nuestra América y el mundo.
¡Cuánta verdad en los versos sencillos de Martí! El maestro Sergio Ramírez, la voz más autorizada de la Nicaragua que anhela vivir en libertad, hace ver en un artículo publicado en EL PAÍS que los hombres y mujeres de ese vuelo forman una fiel muestra demográfica de la nación cautiva de la proterva pareja Ortega-Murillo.
Dirigentes políticos, activistas de la lucha en pro de los derechos humanos, periodistas, líderes agrarios, feministas, estudiantes, juristas, sacerdotes; en fin, no hay porción de la sociedad nicaragüense, dentro o fuera del país, que no haya sido golpeada despiadadamente por una tiranía que hasta el momento de la deportación no había dado tan clara muestra de debilidad.
La saña de la dictadura nicaragüense se ceba de antiguo en las mujeres: treinta y tres de los deportados son altivas figuras de la resistencia cuya serenidad y presencia de ánimo ante las torturas a que han sido sometidas concitan el respeto de todos en el continente.
El enorme predicamento de que goza Dora Téllez entre sus compatriotas desde los años setenta, cuando empuñó las armas contra los Somoza, no está a la zaga de la universal estima pública acordada a dirigentes más jóvenes pero no menos valerosas, como Ana Margarita Vijil, Suyen Barahona, Cristiana Chamorro o Karla Vanessa Escobar.
Sobrecogen los testimonios de las crueldades a que fueron sometidos y destaca en todos ellos la pena de prolongado aislamiento, forzoso silencio, prohibición de leer y hasta de hablar con los demás confinados. Todo esto sobrellevado sin interrupción y por largos meses. Sobrecoge aún más conocer de la desafiante entereza de los presos ante sus “jueces” en las farsescas audiencias en que fueron condenados.
Los cargos, es sabido, fueron vacíos, absurdas fabricaciones, siempre formuladas deliberadamente del modo a la vez vago y tremebundo tan favorecido por las dictaduras: “traición a la patria, menoscabo de la soberanía”, tonantes patrioterías que serán risibles si no entrañasen largos, infamantes y aniquiladores secuestros. La disposición del Gobierno de Madrid de otorgar sin más la nacionalidad española a los desterrados nicaragüens es digna de aplauso por su rapidez y generosidad.
Para honra de los sacerdotes nicaragüenses —tan heroicos en el pasado como hoy día— uno de los perseguidos más odiados por Ortega y Murillo, Rolando Álvarez, obispo de Matagalpa, se ha negado a subir al avión y ha optado por no dejar sin pastor a su grey. Pagará su lealtad con 26 años de prisión. ¿Se prolongará hasta entonces la actual tiranía?
El episodio de la deportación masiva trajo a la mente de muchos el recuerdo de la osada operación de un comando sandinista —al frente del cual estaba, entre otros, justamente Dora María Téllez—, que logró hace 45 años la liberación de más de 50 presos políticos de la dictadura de Anastasio Somoza. La liberación de aquellos presos fue el principio del fin de la aborrecible dictadura emulada en todo por Ortega y Murillo.
Como ciudadano de un país cuyas cárceles rebosan sufrimiento humano me importa exaltar la admirable tenacidad y unidad de propósitos de la oposición nicaragüense que, sin duda alguna, ha surtido efecto en el desenlace.
Aun sin conocer las tortuosidades de la negociación política que condujo a tantos seres humanos hacia su libertad, es imposible restar importancia a la determinación de los líderes de la resistencia nicaragüense de denunciar, sin darse respiro y en todos los ámbitos a su alcance, la incalificable iniquidad de Ortega y Murillo. Sin ella, nada habría podido lograrse.
Esta lección de unidad en torno a un fin irrenunciable —la libertad de todos los presos políticos de Nicaragua— es algo que la estulticia de muchos líderes opositores venezolanos no permite que penetre como debería en el ánimo de las llamadas “misiones de diálogo” ( la de México es solo la más conspicua) que hacen lo indecible por no incomodar al régimen de Caracas hablando de Javier Tarazona, el arquetípico preso político venezolano.
Han preferido hacer de los derechos humanos ¡de 270 presos políticos! un asunto subalterno al de lograr un puestecito en la foto de llegada de unas fementidas elecciones presidenciales. Y acceso al presupuesto de un puñado de alcaldias y gobernaciones estadales. Pero mejor no arruinar el júbilo de las Américas por la liberación de los patriotas nicas. ¡Vivan los desterrados! ¡Viva Nicaragua libre!
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