Lo irreversible
Hay muchas cosas que hacemos cada día. Y nadie nos pregunta a cada paso por ellas, como sí se está haciendo en lo relativo a la transición de género y se pretende hacer con el aborto
Cuando caía la noche y el cielo ennegrecía y las tinieblas se espesaban —noche oscura, en temores inflamada—, nuestros ancestros se recogían en la caverna. Convenía arremolinarse en torno a la hoguera, imaginar, reír, relajarse y dormir para evitar los peligros y las emboscadas que escondía la negrura. Imperaba un miedo atroz a la oscuridad. Acluofobia, se llama: un poso aún latente en nuestra cultura. Lo explica la escritora noruega Sigri Sandberg en Oda a la oscuridad, un breve ensayo que ilumina acerca del miedo atávico a la noche. Una aproximación original al largo y tortuoso combate civilizatorio entre la oscuridad y la luz. Una mirada vigente, pues hay días en los que se extiende la noche más densa. Un miedo irracional, intenso y persistente —curiosa paradoja— a que amanezca. Pavor a que la luz deshaga la penumbra. Y lo que más desconcierta: ese terror late en grupos muy dispares de esta tribu que, tantos milenios después, sigue contándose historias en torno a hogueras (con un crepitar digital ahora) y asustándose ante lo desconocido.
Viene esto a cuento de dos asuntos que han encendido el debate público. Cuestiones de carácter muy personal pero que están ocupando a los demás. Me refiero al aborto y a la ley trans. No entro en el fondo del asunto: poco importa mi opinión más allá de la defensa de los derechos conseguidos por las mujeres y del reconocimiento de la dignidad que merece cualquier persona. Sin embargo, sí hay un punto de ambos debates cuyo fondo me resulta inquietante: la apelación constante a la irreversibilidad.
Ese ejército de la noche revestido de mitra y báculo —vieja tribu de cerrado y sacristía acostumbrada a manejarse con argucia en oficios de tinieblas y que inspira a los retrógrados seglares— condena cualquier derecho para las personas transexuales menores de edad que impliquen cambios sustanciales. También condena cualquier derecho a interrumpir un embarazo. En el caso trans, dicen los obispos: “Nunca deben ser de carácter irreversible dada la incertidumbre sobre los cambios que pueden darse en el desarrollo de la personalidad durante las fases de la pubertad y la adolescencia”. Es decir: No a lo irreversible. Curioso. Lo dicen quienes acuñaron el copyright del matrimonio indisoluble y perpetuo, incluso para menores, a pesar de las incertidumbres que depara la vida conyugal. Lo dicen los ideólogos del tenga usted los hijos que Dios quiera sin anticonceptivos, aunque sea menor de edad y ello comporte una vida irreversible (enfermedades venéreas incluidas). Lo dicen los feroces opositores del aborto aunque concurran graves malformaciones en el feto o sea el fruto de una violación y eso deje cicatrices irreversibles en un cuerpo y una mente aún adolescente
También una parte del feminismo —quizá sobredimensionada— se alinea ante la cuestión trans con ese mismo argumento contra lo irreversible, más temeroso a un hipotético futuro catastrófico que atento a un presente que, tal vez, ya sea infernal. Nada de mastectomías. Nada de cirugías. Nada de hormonación. Nada de que cada cual elija lo que siente, cómo quiere ser visto y lo que quiere ser en los papeles. Nada que sea irreversible. Es más curioso todavía: lo dicen las sucesoras de aquellas mujeres que lograron cambios irreversibles como el divorcio, el derecho al aborto, la entrada de la mujer en el mundo laboral o su derecho a manejar una cuenta bancaria sin la autorización del marido. Viejas oscuridades —tabúes irreversibles en su día— que castigaban a una parte de la sociedad en ese largo crepúsculo que nunca acaba: el machismo.
Lo irreversible ayer. Lo irreversible hoy. Y sin embargo…
¿No es irreversible tener un hijo (lean el último libro de Eduardo Halfon: Un hijo cualquiera; o mejor: Madres arrepentidas, de Orna Donath)?
¿No es irreversible en ocasiones firmar una hipoteca (pregunten al vecino, oigan a los desahuciados, lean las notas de despedida de quienes se arrojan al vacío por una estafa bancaria)?
¿No tiene efectos irreversibles echar a la calle a un empleado (y condenarlo a veces al ostracismo económico y social)?
¿No es irreversible expulsar a un inmigrante sin papeles (y devolverlo a las garras de las mafias)?
¿No son irreversibles los efectos de enviar a carne de cañón a una guerra patriótica en la que muchos están destinados a morir entre salvas, quincalla póstuma y banderas (lean los testimonios ucranios y rusos)?
¿No es irreversible la mella psicológica que ha dejado la pederastia institucionalizada e impune (lean las revelaciones de este periódico)?
¿No es irreversible para los mares y la atmósfera la contaminación que seguimos provocando (y que nos mata directamente)?
¿No es irreversible dejar a una madre anciana en una residencia y olvidarla en esa oscuridad de los afectos transferidos previo pago (recuerden a los ancianos muriendo a solas en la pandemia)?
¿No es irreversible obviar las señales del acoso escolar o de la violencia machista a nuestro alrededor (y que nos hace cómplices de la barbarie)?
Hay muchas cosas irreversibles que hacemos cada día. Y nadie nos pregunta a cada paso por ellas, como sí se está haciendo en lo relativo a la transición de género y sexo, como sí se pretende hacer con las mujeres embarazadas que eligen abortar.
Vivir es ir a tientas, dando pasos irreversibles. Unos acertados, otros no. Vivir, como enseña Sigri Sandberg, es ir perdiéndole el miedo a la oscuridad. Ser libre es tener derecho a equivocarte mientras buscas tu luz.
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