Caer despierta
Llegué al párrafo final más prodigioso que haya leído en mucho tiempo. Me quedé muda
Escribo sobre una mesa de jardín, en medio de un parque, junto a una piscina, bajo un techo de cañas que deja pasar franjas de sol. Es la hora de la siesta, 37 grados. No quiero dormir. Acabo de ser atacada por un libro que empecé en la mañana. Cuando terminé se me escapó una exclamación: “Ay, dios”. Sentí que me habían cortado una arteria. Lo compré en Madrid, hace meses, y no lo leí hasta ahora, en este hotel donde llevé a cabo un experimento raro: pasar varios días sin escribir, mi período de abstinencia más largo en décadas. El libro es Mi año de descanso y relajación, de la estadounidense Otessa Moshfegh. Una chica hermosa de clase alta decide curar su desolación sometiéndose a un año de sueño continuo. Duerme gracias a calmantes descomunales que le receta una psiquiatra extraordinaria y corrupta, la doctora Tuttle. Devora anestesia química en dosis que matarían a cualquiera. Es tan sólida en su frialdad, en su determinación, en su dureza, en su desprecio por la única amiga que tiene —Reva, escandalosa y bulímica—, en su amor sumiso por Trevor —un imbécil corporativo—, que avancé preguntándome si el libro podía ser mejor. Siempre lo era: más feroz, más inmenso. Me dije: “Okey, Otessa, pero ¿cómo vas a terminar esta genialidad?”. Y entonces llegué al párrafo final más prodigioso que haya leído en mucho tiempo, y a esta frase: “Ahí está, una persona zambulléndose en lo desconocido, y lo hacía completamente despierta”. Y dije: “Ay, dios”. Me quedé muda. Fui al cuarto, abrí mi computadora, busqué otros libros suyos. Aunque la verdad es que no sé si quiero otros. Después de este, ella hubiera podido descansar. Pero alguien que escribe así jamás descansa. Bajé, me senté en el parque, desperté a la bestia y escribí. Pasé el resto del día sin hablar, no sé si contenta o triste. Cayendo despierta en mi propio vacío.
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