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La democracia y el centro comercial

El reto ante el que nos pone Qatar no es solo que allí no se respeten los derechos de los homosexuales y de las mujeres. Lo difícil va a ser que la democracia sea globalmente un objetivo atractivo

Tribuna Taranilla 26/01/22
EULOGIA MERLE

Vista la resignación con que hemos aceptado que los jóvenes españoles emigren para escapar de una vida precaria, quizá no esté de más plantearles esta cuestión: ¿en qué circunstancias renunciarías a vivir en una democracia?

Llegué a Doha en el año 2013. Podemos decir, para simplificar, que estaba harta de encadenar contratos basura en Europa y acepté un trabajo de profesora, bien remunerado, en un lugar de espanto. Desde la ventana de mi despacho en la facultad veía un desierto sin dunas que, más bien, era un descampado interminable bajo una nube de polvo.

Vivir allí es complicado a poca empatía que se tenga. Uno: debes endurecerte frente al sistema de castas; trabajas para los cataríes, tratas con gente en circunstancias parecidas a las tuyas (extranjeros con empleos cualificados), y te sirven hombres y mujeres pobres. Dos: desde la ventanilla del coche, cada día ves a centenares de obreros, esclavos modernos, en el momento en que son desplazados en autocar desde los lugares donde duermen hasta los edificios (estadios, museos, hoteles) que construyen, o al revés. Tres: debes habituarte a tener algunas alumnas a quienes no les ves la cara. Cuatro: planea siempre sobre ti el miedo a meterte en un problema serio sin querer. Cinco: todas esas cosas que cuentan sobre Qatar (que financia el islamismo radical, principalmente) resultan difíciles de asumir como propias del lugar que has convertido en tu casa, así que intentas no pensar en ellas. La lista podría continuar.

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Qué curioso es el corazón humano: con todo, acabas desarrollando cierto vínculo sentimental con ese erial al que, de entrada, solo fuiste a ganar dinero.

En Europa la ola de indignación contra Qatar (avivada por el reciente Mundial de Fútbol) ha sido unánime y nadie puede negar que tiene fundamento. Es una lástima que las protestas vayan a caer en saco roto. ¿Alguien cree que al emirato le importan los mensajes estridentes en redes sociales, los brazaletes que tienen la vigencia de un suspiro?

Los occidentales imaginamos a los cataríes como un pueblo de excamelleros fanáticos que tuvieron la chiripa de encontrar gas bajo el arenal en que acampaban. Los pintamos como una tribu de nuevos ricos que se pirran por las chucherías de alta gama y las luces led. De acuerdo con lo que nos enseñó a pensar Edward Said en Orientalismo, esa representación surge de nuestra ansiedad por la pérdida de estatus, del deseo de salvar nuestros muebles en un planeta cuyo centro se desplaza irremediablemente al Este.

Créanme, hay algo enternecedor en Qatar. Un muy juvenil anhelo de comerse el mundo (de albergar las mejores universidades, los mejores museos, las mejores competiciones deportivas). Cuando me mudé a Doha, el eslogan Qatar deserves the best (”Qatar se merece lo mejor”) llenaba las grandes vallas tras las que se edificaban estadios y nuevos rascacielos. La muerte de muchísimos obreros vuelve atroz un país que, a diferencia de otros, supo esquivar el control colonial y preservar su patrimonio energético. Hay buenas razones para atender a ese país polvoriento y a medio hacer que, en parte, le está dando forma al siglo XXI, no solo desde su fondo de inversión y su habilidad para los negocios. Asumámoslo cuanto antes: Qatar tiene un poder que supera los melindres europeos.

Pónganse en la siguiente situación. Imaginen que el viento de la vida los ha llevado a trabajar en una facultad catarí, en la que está a punto de celebrarse un congreso internacional sobre traducción, y que una cincuentena de traductores y novelistas de varios países escriben una carta abierta llamando al boicot del evento. ¿La razón? El encarcelamiento de un poeta (Muhammad Al-Ajami), condenado a cadena perpetua por haber recitado un poema disidente. Pregunta: ¿qué hacen ustedes? ¿Saludan el plante, se rasgan las vestiduras y vuelven a España, el país de las cero oportunidades? ¿O callan como un muerto para no meterse en líos?

Recuerdo la reunión de facultad en que abordamos el asunto del boicot y en la que, lo admito, yo callé. Aún me parece escuchar al doctor Jian, chino, preguntándome al oído “Oh, ¿es que hay un poeta en la cárcel?”, mientras levantaba un único dedo, delicadamente. Ese asombro suyo, que aún no sé interpretar, fue lo más cerca que estaré nunca del atolladero donde a veces se entrecruzan las culturas.

Vivir en un lugar como Qatar constituye al expatriado. Cuando Peter Sloterdijk habla de que el habitar genera una “praxis de fidelidad al lugar”, creo que la idea crucial está en la palabra praxis. Habitar es hacer las cosas al modo del nuevo contexto, de ahí que quienes emigran vean transformada su actuación cotidiana por el lugar de destino.

Es sobrecogedor en qué nos convertimos los occidentales cuando empezamos a ganar un salario en riales. El régimen catarí resulta habitable porque da dinero y ofrece lugares rutilantes donde gastarlo. ¡El centro comercial es tan divertido! Él es el auténtico rival de la democracia.

En Qatar renuncias a ser un ciudadano, sí, pero ganas poder de consumo. Vives a lo grande. Vi a un colega de departamento comprarse un hummer color butano; vi a otros exigir vuelos en business. Vi a españolas de discurso progre esclavizar a sus criadas sudanesas. Para mi espanto, mi compañero Connor, escocés, que estaba criando a sus hijas allí, dijo un día: “Democracy is overrated”. La democracia está sobrevalorada.

El reto ante el que nos pone Qatar no es solo que allí no se respeten los derechos de los homosexuales y de las mujeres. Muchas cataríes se quitan la abaya negra en cuanto se suben a un avión con destino a Londres. Lo difícil va a ser que la democracia sea globalmente un objetivo atractivo. En Divertirse hasta morir, Neil Postman lo advirtió, haciendo suya la profecía de Aldous Huxley: “Las democracias occidentales cantarán y soñarán hasta sumirse en el olvido”. Es doloroso, pero caigámonos del guindo cuanto antes: el planeta Tierra está hasta arriba de seres humanos nada quisquillosos ante la idea de establecerse en un régimen autocrático que promete seguridad y riquezas.

A la entrada del hospital Sidra, en Education City, muy cerca del lugar donde yo vivía y daba clase, hay un grupo de grandes esculturas de Damien Hirst. Se titula El viaje milagroso y representa el desarrollo de una vida humana, desde la concepción hasta el nacimiento. Su instalación fue polémica. Algunos cataríes la consideraban inmoral, de modo que el conjunto pasaba temporadas cubierto por lonas negras, como para acostumbrar poco a poco a los más ortodoxos a verlo sin llevarse las manos a la cabeza. Últimamente, pienso mucho en esa obra de Hirst y en el baile de exhibirla y esconderla. Veo en ella un extraño deshojar la margarita, un tira y afloja estremecedor entre la democracia y la tiranía que está por ver hacia qué lado se decanta.

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