Descolonizar las colecciones: algunas preguntas
Es un mal frecuente hoy desplazar sobre el pasado nuestras opiniones de lo que hicieron bien o mal nuestros antepasados
Desde hace tiempo, en ciertos países y museos se discute sobre la descolonización de las colecciones. Se trata de presentar y contar sus piezas de otra forma. E incluso de restituir algunos bienes culturales, como ha hecho Francia al devolver a Benín y Senegal, de manera simbólica, ciertas piezas alojadas en sus museos. El debate está llegando a España, y recientemente el Ministerio de Cultura ha creado un grupo de trabajo para descolonizar las colecciones. Es previsible que pronto habrá dos líneas argumentales, fácilmente reconocibles y que se solaparán con las que mantienen hispanófilos e hispanófobos, los partidarios de las leyendas dorada y negra del pasado colonial español.
Unos y otros hacen del pasado un escenario donde proyectan sus valores y glorifican o condenan a sus antepasados. Lo mismo se ven reflejados en sus gestas que avergonzados por ellas. Más que de explorar y aprender del pasado, parece que se trata de organizar terapias reparadoras, baños de autoestima o sesiones de penitencias laicas.
¿Debemos sentirnos orgullosos o culpables de lo que hicieron nuestros antepasados? Más aún, ¿quiénes son nuestros antepasados y quiénes los suyos? ¿Puede alguien apropiarse del pasado indígena, homogeneizar todos los “pueblos indígenas” y hablar por ellos? Las preguntas no cesan: ¿dónde acaba la repatriación en la línea del tiempo? ¿De qué patrias hablamos? ¿Es la actual república mexicana heredera directa de los aztecas? ¿No sometieron los aztecas y los incas a sus pueblos vecinos y se apropiaron igualmente de algunas de sus formas culturales?
Llegados al paroxismo de la exigencia de la restitución y la simetría cultural, ¿no habría que pedir a cambio que se repatriaran las catedrales o los retablos barrocos? Así las cosas, deberían devolverse los puentes romanos, los templos griegos de Sicilia y todos los productos culturales no originarios de los pueblos “autóctonos”. Pero ¿cuáles son los pueblos autóctonos en una especie que no ha parado de migrar, colonizar, atravesar océanos y mezclarse con gentes de otros lugares?
Coleccionar objetos, apropiarse de ellos, conservarlos, estudiarlos y exhibirlos son prácticas culturales de todos los pueblos. Occidente, cuya expansión fue notable en los últimos cinco siglos, tiene incontables piezas en sus museos creadas más allá de sus límites geográficos. ¿Deben devolverse? ¿Quién señala lo que es una apropiación cultural legítima y cuál es indebida? ¿Están llenos los museos de piezas expoliadas o se han conservado gracias a la actividad museística? Obviamente, la casuística es muy variada. Los discursos museísticos, las narrativas históricas y las nociones sobre el patrimonio han variado a lo largo del tiempo. No conviene rehuir el debate, sino afrontarlo de la mano de los expertos y de la ciudadanía.
Entre las numerosas preguntas, hay dos fundamentales, ambas difíciles de responder. La primera es quiénes somos nosotros, es decir, ¿cuál es el sujeto colectivo que nos asiste para reclamar un pasado, una herencia o un ultraje y por lo tanto nos da derecho a una restitución? Me temo que la respuesta no está clara, que los españoles actuales somos tan herederos del Inca Garcilaso como los latinoamericanos de Cervantes y que en realidad muchos españoles y latinoamericanos de hoy día tenemos muchas más cosas en común entre nosotros que con Cortés o con Moctezuma. La segunda pregunta es en qué consiste una apropiación cultural legítima y cuál no lo es. El humanismo renacentista, por ejemplo, se apropió de la cultura clásica y las vanguardias se apropiaron del arte africano, mesoamericano y andino. ¿Hay que sentar por ello a Lorenzo Valla o a Picasso frente al tribunal del Santo Oficio retrospectivo? ¿Fue Bernardino de Sahagún un franciscano que robó conocimientos indígenas?
Lo que sí constituye una forma de hurtar el pasado es apropiarse indiscriminadamente de él, convertirlo en un escenario donde proyectar nuestros valores, nuestros criterios, nuestras bendiciones, también nuestras sanciones. Es un mal frecuente hoy día desplazar sobre el pasado nuestras opiniones sobre lo que hicieron bien o mal nuestros antepasados. Vivimos una hiperplasia de las identidades colectivas. Y un tiempo quizás demasiado doctrinario. Más que un escenario de nuestras ideas, el pasado a veces parece un patético escaparate de nosotros mismos. Hay quienes proclaman su imperio sobre el pasado y lo convierten en una colonia sometida a su capricho. Resulta paradójico que algunos que denuncian el colonialismo en el pasado lo colonicen de manera tan implacable, sometiéndolo al yugo de sus propias convicciones y principios, cuya universalidad y atemporalidad dan por hechas. Vivimos bajo la soberanía absolutista del presente.
Pero el pasado es un país extraño, como escribió Hartley en El mensajero: “Allí las cosas se hacen de forma diferente”. Descolonizar el pasado tal vez debería comenzar por no querer entenderlo con nuestra propia lengua, por no querer juzgarlo o condenarlo, y menos por no querer emplearlo como arma arrojadiza contra los que piensan o pensaban de forma diferente.
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