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columna
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Cuando nos curamos de espanto, estamos listos para enfermar de todo lo demás

Nos estamos acostumbrando, y la costumbre es fatal para preservar cualquier cosa, ya sea el amor, la pasión por un oficio o la democracia misma

Asalto al Congreso en Brasil
Estado del Tribunal Supremo, en Brasilia, el lunes, tras el asalto de miles de bolsonaristas.Arthur Menescal (Bloomberg)
Sergio del Molino

Lo que más me espanta de la movida brasileña es que no me espante. Hace dos años, cuando sucedió en Washington, me pasé horas sin pestañear, saltando de la CNN a la BBC. Esta semana la seguí en diferido, mediante crónicas, textos y fotos. No dejé lo que estaba haciendo para pegarme a la tele y ni siquiera aproveché para tuitear, a lo Cuca Gamarra. Incluso me atrevo a llamarlo movida en esta columna, con un coloquialismo impropio de quien debería sermonear y ponerse muy serio ante un asunto tan serio.

Lo siento, no podría hacerlo sin sonar a hueco. Desde 2016, las amenazas a la democracia se han vuelto tan cotidianas que empiezan a ser paisaje. Cuenta Andrei Kurkov, el gran escritor ucranio, que, en la ciudad del oeste del país donde está pasando la guerra, al principio todo el mundo corría al refugio antiaéreo en cuanto sonaban las alarmas que el Gobierno transmitía por los móviles. Tres meses después, muchos ya apagaban el teléfono, se daban la vuelta y seguían durmiendo. No es que sean suicidas, aclara Kurkov: saben lo que se juegan, pero se resignan. Pedrito y el lobo, nada nuevo.

Eso nos está pasando con los intentos de golpe, las victorias de políticos fascistas y la desintegración de las instituciones liberales. Nos estamos acostumbrando, y la costumbre es fatal para preservar cualquier cosa, ya sea el amor, la pasión por un oficio o la democracia misma. La costumbre también provoca que la indignación suene cada vez más banal, como los pésames que se dicen de corrido. Cuando nos curamos de espanto, estamos listos para enfermar de todo lo demás, incluso para morir.

El único remedio contra la modorra es una militancia que roce el fanatismo. Solo quien asuma la defensa de la democracia como una misión sagrada podrá sobreponerse al sopor que ya atonta a los demás. Pero esta clase de compromiso es contraria a la naturaleza de un demócrata que aspira a vivir y a dejar vivir. Es una actitud propia de revolucionarios y luchadores por paraísos terrenales, no de quienes abrazamos la imperfección del mundo y preferimos el café al púlpito. Las cosas se tienen que poner muy feas para que un demócrata se movilice, y cuando eso sucede, el deterioro es irreversible: los gañanes con cuernos y caras pintadas tienen actas de diputado y aspiran a quedárselas a perpetuidad. Aunque pierdan las elecciones, y aunque la policía los detenga y los jueces los condenen, van ganando. Y a lo peor, hasta lo saben.

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Sobre la firma

Sergio del Molino
Es autor de los ensayos La España vacía y Contra la España vacía. Ha ganado los premios Ojo Crítico y Tigre Juan por La hora violeta (2013) y el Espasa por Lugares fuera de sitio (2018). Entre sus novelas destacan Un tal González (2022), La piel (2020) o Lo que a nadie le importa (2014). Su último libro es Los alemanes (Premio Alfaguara 2024).

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