Las carencias de Europa
La UE ha salvado tres graves crisis con soluciones inéditas, pero debe ser más dura con los iliberales y reducir el poder de veto
La Unión Europea ha mejorado en este último trienio negro su cohesión interna y su aliento federal al saber sortear tres grandes crisis superpuestas: la sanitaria y su consiguiente recesión pandémica, las asechanzas a la recuperación por la ruptura de las cadenas de suministro y la brutal invasión de Ucrania por el Kremlin.
Todos esos retos tenían —y siguen teniendo en parte— rasgos comunes. La combinación de dificultades políticas, económicas y geoestratégicas ha complicado su manejo. La radical novedad de sus perfiles inauguraba una era de nuevas exigencias sin recetas previas, pues nunca hubo desde la fundación de la UE una paralización total de la actividad por razones sanitarias ni una guerra en suelo europeo de alcance mundial. Y todas esas crisis, a la que se añadió otra más local, el Brexit, han supuesto sendos retos existenciales para la Unión y su unidad de acción.
Las soluciones adoptadas para afrontarlas han resultado novedosas, en algunos casos inéditas y, en general, han estado a la altura de los graves problemas planteados. Baste señalar la comunitarización de facto de políticas de competencia nacional, como la sanitaria, y la mutualización (presuntamente impensable) de la deuda para abordar un fuerte programa inversor en pro de la recuperación (eurobonos para los programas Next Generation y SURE, de reaseguramiento del seguro de desempleo). Han ido acompañadas, además, del añorado programa de expansión monetaria del BCE o del salto hacia delante en política exterior, de seguridad, defensa y armamento frente a la agresión del Kremlin. Todo eso es tangible, y ha reforzado (y empujado) una recuperación meteórica del europeísmo en la opinión pública, más consciente que sus gobiernos de que solo la unión hace la fuerza.
Ahora bien, los propios logros comunes han evidenciado insuficiencias y contradicciones. La principal es la provocada por la renuencia del núcleo reducido de países con gobiernos iliberales, aunque de momento solo el húngaro plantee ecuaciones de muy difícil digestión ante decisiones que requieren aún, por desgracia, la unanimidad de los Veintisiete. Pero no solo esa. En medida menos grave también resultan entorpecedoras las disonancias en la locomotora franco-alemana y la extrema lentitud de Berlín para adecuarse a las nuevas situaciones. Ahí figuran su enroque nacionalista como primera reacción ante toda novedad (sea el virus, el chantaje energético de Moscú o la estrategia ante China) y su dificultad para liderar las nuevas políticas en el mismo sentido federal que asumió en el lanzamiento de los eurobonos.
2023 debería asentar y consolidar la unidad, las políticas y el aliento común registrado hasta ahora, y minimizar o incluso disipar los obstáculos que se interponen a ello. El punto clave institucional no resuelto, imprescindible para todo lo demás, sigue siendo el elefante en el espacio comunitario: cómo reducir la capacidad de veto a todas las políticas (salvo un escueto núcleo constitucional) para que la toma de decisiones no sea solo acertada, sino mucho más rápida. Nadie augura que la presidencia semestral entrante, de la ahora semiescéptica Suecia, aporte mucho en este ámbito. Le tocará a la siguiente, la española, lidiar con este nudo gordiano, sin temor a arriesgar algún revés en el asunto. El miedo siempre paraliza.
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