Cómo evitar una nueva guerra mundial
Existe el riesgo, quizás no tan remoto, de que el conflicto en Ucrania no solo se alargue sino que acabe por involucrar directamente a las potencias occidentales ya formalmente aliadas de Kiev. Entre ellas, España
La Primera Guerra Mundial fue una especie de suicidio cultural que destruyó la eminencia de Europa (Henry Kissinger)
La frase que introduce este artículo constituye el exordio del publicado recientemente por el propio Kissinger en cuyo título planteaba cómo evitar que se produzca una nueva guerra mundial ¹. La primera conclusión es que en efecto existe el riesgo, quizás no tan remoto, de que el conflicto en Ucrania no solo se alargue, cosa al parecer inevitable, sino que se extienda a otros actores y acabe por involucrar directamente a las potencias occidentales ya formalmente aliadas de Kiev. Entre ellas, España.
Kissinger, el secretario de Estado norteamericano artífice de la apertura occidental a China, viene insistiendo desde hace tiempo, incluso desde antes de que se desataran las hostilidades, sobre la necesidad de buscar soluciones negociadas a la actual contienda bélica en Europa del Este. En su último libro (Leadership), escrito a sus 99 años cumplidos, plantea las previsibles consecuencias de pretender establecer la línea de seguridad de Rusia frente a eventuales amenazas en su frontera occidental a solo 300 kilómetros de Moscú. Nada de eso justifica la criminal invasión ordenada por Vladímir Putin, pero ilustra sobre lo aventurado de la política de la Alianza Atlántica a la hora de extender hacia el este de Europa su presencia.
Hoy Estados Unidos y sus aliados son —somos— parte activa de la contienda. Los progresos militares de la resistencia ucrania no hubieran sido posibles sin el multimillonario apoyo logístico, armamentístico y tecnológico, al Gobierno de Kiev. Mientras tanto la prolongación de las acciones bélicas viene costando a ambos bandos decenas de miles de víctimas mortales, y sufrimientos indecibles a la población civil del país agredido. También, aunque en mucha menor medida, los habitantes de la Unión Europea comienzan a padecer limitaciones y sacrificios en su forma de vida que en algunos casos han encendido ya la llama de la protesta popular.
En las previsiones de los institutos y centros de estudios estratégicos occidentales sobre cómo ha de ser el año entrante, el mayor riesgo mundial se centra en la evolución militar de la contienda y en sus consecuencias económicas; pero también en sus causas, entre ellas el control de las fuentes de energía. Aunque el presidente ucranio pregona que solo habrá un alto el fuego cuando Rusia abandone los territorios ocupados (otra cosa sería generar desconcierto y desánimo en sus tropas) existe entre los analistas el convencimiento de que esta es una guerra que no puede perder Putin si no queremos afrontar la amenaza de un enfrentamiento entre dos superpotencias que controlan el 90% del poder nuclear en el mundo. Pero por lo mismo tampoco la pueden perder Estados Unidos y la Alianza Atlántica. De modo que, salvo un verdadero desastre universal, la diplomacia volverá a ejercer sus funciones antes o después. Ojalá que sea antes.
En semejante escenario, en el que se juega la construcción de un nuevo orden mundial, resulta desastrosa la mediocridad general de los líderes políticos en las democracias y la inestabilidad de gran parte de ellas. Ello se debe en no poca medida a la polarización ideológica y cainita de sus dirigentes. En el caso español llama la atención la pobreza de la discusión al respecto de la guerra, la ausencia de debate parlamentario y la adopción en solitario por parte del Gobierno de decisiones que afectan directamente a la seguridad de los ciudadanos y que demandan la sanción de las Cortes. Hemos llegado a un extremo en que las más importantes medidas sobre nuestra política exterior y de defensa se llevan a cabo de forma oscurantista y autocrática, hurtando información a los representantes de nuestra soberanía, como ya sucediera con los decretos destinados a combatir la covid, que terminaron por ser declarados anticonstitucionales.
Me refiero por supuesto al giro copernicano en las relaciones con Marruecos con cuyo significado estoy de acuerdo; pero se llevó a cabo con una arrogancia, un secretismo y una ausencia de criterio descomunales. O al seguidismo del inicial intento de la Casa Blanca de reproducir una especie de nueva Guerra Fría con China, en desprecio de los intereses de la Unión Europea, por el momento gentil doncella de las demandas de la OTAN. Más reciente es el acuerdo tomado por el presidente Joe Biden y nuestro jefe de Gobierno para aumentar en un 50% la dotación naval de la base americana de Rota, con la incorporación de dos destructores de última generación. No discuto la oportunidad o no del mismo, entre otras cosas porque la ausencia de información al respecto no permite expresar opinión alguna, pero sí el método utilizado, que no difiere mucho de las costumbres de cualquier autocracia. A través de una noticia de nuestro periódico, que no de una declaración formal del Ejecutivo, hemos sabido que este no piensa solicitar la aprobación de las Cámaras para ese considerable refuerzo militar. Desde 2019 los Gobiernos de Pedro Sánchez han venido prorrogando mediante simples decisiones administrativas la vigencia del convenio con Estados Unidos, sin acudir al apoyo del Parlamento. Sin embargo, Gobiernos anteriores sí solicitaron la autorización de las Cortes a la hora de implementar la llegada de los primeros destructores o la instalación de una base de helicópteros. El artículo 94 de la Constitución obliga a que los convenios de carácter militar sean autorizados previamente por las Cortes y el acuerdo con Biden supone obviamente una ampliación del convenio vigente, aunque no se desborde el número de militares y civiles americanos adscritos a la base. La decisión de ampliar sustancialmente la fuerza naval americana en suelo español mediante un simple acto administrativo se debe al intento del Gobierno de no representar ante Washington la fractura interna del Gabinete, pues Unidas Podemos votaría en contra de la medida. La ausencia de unidad del Ejecutivo y sus apoyos parlamentarios a la hora de definir la política exterior y de defensa o la solidez del Estado frente a las amenazas independentistas, pone de relieve el oportunismo del presidente Sánchez a cambio de las migajas del poder. Resulta inmoral, y en realidad bastante estúpido, que no se haya dado en las actuales condiciones un auténtico debate parlamentario sobre la guerra en Ucrania: sus eventuales consecuencias; las medidas a tomar; la ayuda militar a Kiev, tan restringida como pregonada por el propio Sánchez; el papel de nuestra diplomacia y el eventual rol de nuestras Fuerzas Armadas si hubiera una extensión del conflicto. Pero estas son cuestiones que afectan profundamente al inmediato porvenir de nuestro Estado y nuestra sociedad. Me atrevería a decir más que ninguna otra en los tiempos que corren.
De cómo acabe la actual guerra en el corazón de Europa depende la configuración de un nuevo orden mundial en el que las dos primeras potencias, Estados Unidos y China, se verán obligadas a formular cuando menos un sistema de convivencia que no impida la colaboración. En ese nuevo escenario la Unión Europea, aliada de Washington, necesita ejercer más autonomía y determinación por su parte en lo que se refiere a su seguridad si no quiere repetir el suicidio cultural que ya protagonizó tras la primera Gran Guerra. Esto no será posible (Kissinger dixit) sin reconciliación entre los opuestos. Una vez que cese el ruido de las armas, una situación pacífica y estable en Europa ha de requerir acuerdos duraderos con Rusia. Para lograrlos se necesita aumentar el presupuesto de los Estados europeos en defensa, distinguir las prioridades estratégicas de la Unión, e involucrar a los ciudadanos en un proceso que logre evitar una nueva contienda mundial. En nuestro caso, nada de esto puede llevarse a cabo mediante decisiones meramente administrativas. Es preciso escuchar al Parlamento, mal que le pese al Gobierno.
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