Quema la memoria
Jamás en la historia de la humanidad hemos consumido tantas imágenes como hasta ahora, ni las hemos reproducido con tanta celeridad


Lo primero que se me ocurre es: qué hacemos con tanto meme. Es una frivolidad, como la mayoría de las primeras ideas, pero tras el campeonato del mundo en Qatar, para los que tenemos algún vínculo —el que sea— con la argentinidad, queda la memoria del teléfono plagada de memes de Messi cual Che Guevara, Messi atravesando el Arco de Triunfo, Messi durmiendo en una cama gigante con su trofeo cual emperador, sí, por qué no, cual emperador.
Lo segundo, también a raíz del pensamiento-meme es la imagen histórica. La última vez que un helicóptero estuvo tan presente en Buenos Aires ante una multitud fue cuando el presidente de la República, Fernando de La Rúa, abandonaba la Casa Rosada y su mandato montado en uno, hace justo 21 años. El contraste es evidente. La multitud que festeja, unida, frente a la imagen como metáfora de una de las mayores crisis —de todo tipo, de liderazgo, económica, social— que vivió un país ya de por sí, movidito. No olvidemos, hablando de memes: en un país que lo mismo es titular por la hiperinflación, la crispación o el fútbol, uno de los que más se ha popularizado es el del presidente Alberto Fernández, con gesto compungido, con la leyenda: “Qué pasó ahora, la puta madre”.
También circularon las imágenes de los argentinos festejando por el mundo, como si se tratara de una versión delirante de un docu reality. Argentinos festejando en Berlín, en Ciudad de México, en Taiwán. Menuda diáspora de imágenes, esta vez de la alegría. Tan distinta a otras diásporas, decía alguien en redes, no sin razón. Aún así, este texto no pretende reflexionar sobre el fútbol como ejercicio de nostalgia, como metáfora del peronismo, como expresión pública de malestar político. Sería obtuso o facilón entender la concentración tras ganar el mundial en Buenos Aires, a la que asistieron millones de personas como una mera crisis de representación social. Quizás lo que cueste, a día de hoy es entender que la gente se junta a festejar, sin más. Quién sabe.
Pero despojémonos de la interpretación. Las imágenes quedan, una y otra vez, repetidas, transmitidas, incesantes. Jamás en la historia de la humanidad hemos consumido tantas imágenes como hasta ahora, ni las hemos reproducido con tanta celeridad. Como decía Harun Farocki: “El cambio ocurre, no cuando aparece la pantalla para representar la realidad, sino para recrearla a través de la imagen digital”. Ahí es cuando muta el sentido. Tal y como apuntaba el artista en su trabajo Serious Games, en el que se explora como el ejército estadounidense emplea tecnología de videojuegos para entrenar tropas para la guerra y para tratar las secuelas de la guerra, los ejercicios reales en las bases militares daban la impresión de que era la realidad la que buscaba asemejarse al juego, y no a la inversa.
Las imágenes, por supuesto, crean sentido. Recordemos, como hacía Georges Didi-Huberman en Cómo abrir los ojos una situación límite, la del activista checo Jan Palach, inmolándose a lo bonzo, en un acto de protesta contra la invasión soviética en 1968. En la última entrevista que dio Palach, cita como un ejemplo de libertad civil la libertad de información. Básicamente, dice que es preferible inmolarse que vivir desposeído del mundo, recortado de las indispensables “imágenes del mundo”. Como interpreta Didi-Huberman: “Refiriéndose al infierno del totalitarismo, se dirige al mundo diciendo, ‘¿No ven que estamos muriendo quemados, envueltos en llamas?’, y convierte este mismo dirigirse al mundo en una imagen a ser transmitida”.
En estos días en los que escuchamos hablar incesantemente de los males del populismo —con mayor o menor acierto— y ahora que no es necesario inmolarse literalmente para acceder a esas “imágenes del mundo”, ¿qué quedará de las imágenes de estas multitudes en nuestra memoria? ¿Qué quedará, en realidad, de todas las imágenes de este siglo?
Pero quiero volver a la memoria y a la representación. Circula por redes un montaje de la película Argentina 1985, preseleccionada ahora para competir en los Oscar, donde se simultanea al actor Ricardo Darín y al fiscal Julio Strassera a quien Darín interpreta, dando el discurso de cierre en el juicio a los genocidas durante la dictadura militar argentina entre 1976 y 1983. El montaje de las imágenes, en las que la palabra ocupa el relato central, emociona. Me dicen que gracias a la película la gente joven y no tan joven está conociendo el juicio a los responsables de las masivas violaciones de derechos humanos, justo ahora, en un momento en el que la ultraderecha alcanza representación política en Argentina.
Se me ocurre, ante tanta palabra, que quizás la alegría suponga que las imágenes también se puedan plantear como educación, como memoria explícita, como relato. Ante toda crisis de representación, quizás debamos fortalecer la memoria. Ante la ultraderecha, memoria. Ante el populismo, también. Y quizás así poder nombrar a las imágenes como orgullo, y la palabra como responsabilidad.
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