¿Qué fue del populismo?
Hace una década varios partidos y movimientos prometieron cambiar todo Occidente. Hoy de aquel fervor solo queda preguntarse si este mundo es el que nos vendieron o el que nos siguen prometiendo
En una reflexión famosa, Hegel observa que el mochuelo de Minerva, diosa romana de la sabiduría, solo emprende su vuelo al anochecer. Con ello quería dar a entender que a menudo solo alcanzamos la comprensión de una época justamente cuando alcanza su fin. Al populismo le sucede algo parecido. Durante la última década aparecieron partidos que transformaron las reglas del juego político en la Unión Europea y en Estados Unidos. Hoy muchos de ellos se desvanecen, pero sigue sin estar claro qué significó ser “populista” durante todo este tiempo. Quizá sea el momento de sacar conclusiones.
Como el pájaro de Minerva –que según qué traducción es un búho, lechuza o mochuelo–, el populismo es difícil de clasificar. Una fórmula de barra de bar lo despacha como “dar respuestas simples a problemas complejos”. Pero para describir esa conducta ya existe otra palabra –demagogia– común a políticos de todo color. “Populista” tampoco es una etiqueta aplicable a cualquier partido nuevo. EE UU conserva el bipartidismo demócrata-republicano, pero ha presenciado un auge del populismo a izquierda y derecha. En Alemania avanza la fragmentación del sistema de partidos, pero el populismo pincha.
La definición más extendida entiende el fenómeno, siguiendo al polítologo experto en extremismos Cas Mudde, como una ideología basada en enfrentar al “pueblo puro” contra las “élites corruptas”, exaltando la “voluntad general” del primero. Este esquema es útil a la hora de clasificar. Pero ni siquiera los dirigentes populistas creen representar a la totalidad de sus pueblos como un liberal cree en el libre mercado o un comunista en el materialismo histórico. Tampoco la metonimia es su patrimonio. ¿Cuántas veces observamos a un partido político presentar como magnífica para el conjunto de la sociedad una medida que solo beneficia a sus allegados?
El populismo, desde luego, enfrenta a “élites” y “pueblo”. Pero estos dos conceptos también son resbaladizos. No es lo mismo señalar al 1% más rico de la sociedad, como hizo el movimiento Occupy Wall Street para criticar el aumento de la desigualdad económica, que denunciar un contubernio judeo-masónico. El populismo busca confrontar, y eso nos dice algo sobre su forma de entender la política. Pero la noción de que no solo el consenso sino también el conflicto estructura la democracia no es novedosa ni radical.
Los populistas tampoco son los únicos responsables de un aumento de la polarización. Hoy la retórica exaltada se ha convertido en la norma del debate público, no el patrimonio de políticos específicos. La causa hay que buscarla en la creciente desintermediación entre los propios partidos y sus sociedades. Los votantes hoy desarrollan su socialización política no como militantes o participantes en movimientos ciudadanos, sino como consumidores de medios de comunicación y redes sociales que promueven la crispación de forma deliberada.
Una definición alternativa, teorizada por Chantal Mouffe y Ernesto Laclau, entiende el populismo como una lógica política. Visto así, apelar al pueblo sería un componente fundamental de la política democrática. A la fraternidad popular –como a la libertad o la igualdad– se le puede dar un uso perverso. Renunciando a ella por completo, no obstante, la democracia se empobrece. Este es el error en el que cae gran parte de la reacción anti-populista de la pasada década. Como muestra Thomas Frank, sus principales exponentes descartarían a Franklin Roosevelt –el presidente norteamericano más exitoso del siglo XX, que movilizó apoyo electoral para su New Deal criticando a los oligarcas que se oponían a la redistribución económica– como un simple demagogo.
La cuestión, entonces, no consiste en catalogar quién es populista o no, sino en entender qué partidos o políticos recurren a esta estrategia de forma deliberada. Cuándo nos encontramos ante un momento populista, y cuándo se extingue. “En la coyuntura actual no podemos hablar de un momento populista de alta politización. Vale la pena preguntarse cómo hemos llegado hasta aquí”, dice Mouffe para ICON. Pero las fórmulas empleadas con éxito hasta hace relativamente poco, subraya, puedan rescatarse de cara al futuro.
¿Por qué creció el populismo en Europa y Norteamérica de 2010 en adelante? Visto con perspectiva, el proceso obedeció a transformaciones que las democracias occidentales acumulan desde hace décadas en el terreno de la economía política. Para entenderlas es necesario remontarse medio siglo.
El New Deal estadounidense y la edad de oro de la socialdemocracia europea se pueden entender, siguiendo al recientemente fallecido John Ruggie, profesor de Relaciones Internacionales en la Universidad de Harvard, como un sistema de liberalismo vinculado. Consagraban una economía capitalista pero su protagonista eran los Estados, cuya prioridad era mantener el pleno empleo y garantizar la redistribución de la riqueza. Esta configuración respondía a las exigencias de la posguerra mundial: el liberalismo del siglo XIX había colapsado en 1929, facilitando el auge del fascismo; Europa estaba derruida y la Unión Soviética aún gozaba de cierto atractivo. Si el capitalismo iba a sobrevivir, resultaba imprescindible que generase –y repartiese– prosperidad.
En lo que los franceses llaman los treinta gloriosos (1945-1975), las clases medias y trabajadoras occidentales experimentaron avances socioeconómicos sin precedentes. Pero las crisis de este sistema en los años setenta desembocó en un modelo distinto: el neoliberalismo, como habitualmente se le conoce. Bajo este sistema, el protagonismo se trasladó a los mercados internacionales, a cuyas prescripciones los Estados debían amoldarse.
El problema es que los mercados no siempre distribuyen bien la riqueza, ni asimilan que los ciudadanos somos, además de clientes o empleados, sujetos políticos con derechos. Y llega un punto en que, como advirtió el pensador austrohúngaro Karl Polanyi, las sociedades rechazan ser tratadas como bienes de mercado. Pero las demandas de protección social no tienen por qué ser emancipadoras. Protección puede implicar redistribuir riqueza y así garantizar derechos fundamentales, pero también instalar concertinas en la valla de Melilla.
Así se explica la heterogeneidad en las fuerzas populistas de la pasada década. Partidos como Syriza en Grecia o Podemos en España aprovecharon las carencias del centroizquierda tradicional para ofrecer lo que Mouffe denomina una socialdemocracia radical. Aunque ninguno de ellos ha manifestado el autoritarismo que le adscribieron sus rivales desde el día en que nacieron, algunas iniciativas comparables –como el Movimiento Cinco Estrellas italiano o, en Alemania, la plataforma Aufstehen– muestran los riesgos que acarrea una estrategia populista irresponsable, también cuando arranca desde posiciones progresistas.
Ninguno de estos partidos ha logrado prolongar un ascenso inicialmente prometedor. La coerción europea truncó los planes de Syriza. Podemos no se preparó para librar un pulso a medio y largo plazo. “Nunca me gustó la expresión ‘asaltar los cielos’, porque llevaba a pensar que se estaba a las puertas del poder, lo que resultó completamente equivocado”, apunta Mouffe. De cara al futuro, añade, la crisis climática ofrece una posibilidad de reformular un discurso radical y transversal –es decir, capaz de apelar a la mayor parte de la sociedad– al mismo tiempo.
En la derecha el populismo ha prendido con más fuerza. Aunque se tiende a pensar que estos partidos combinan una agenda social reaccionaria con propuestas económicas de izquierdas –en parte porque esta es la imagen que intenta transmitir la derecha radical de Marine Le Pen, una de las más notorias en Europa–, lo cierto es que a muchos de sus principales valedores, empezando por Donald Trump, la redistribución económica les importa bastante menos que enfangarse en batallas culturales o discriminar a los colectivos que consideran incompatibles con su idea de comunidad nacional.
“Si el populismo se entiende como querer superar el eje izquierda-derecha con un pueblo-élites, en la derecha está de capa caída”, señala Guillermo Fernández-Vázquez, autor de Qué hacer con la extrema derecha en Europa (Lengua de Trapo, 2019), en declaraciones para ICON. “Sus partidos cada vez invierten más en redefinir su proyecto con un ideario nativista y muy conservador en lo moral”. Lo que ha muerto, concluye, es el populismo entendido como estrategia transversal, tanto a izquierda como a derecha. En este último bloque, no obstante, los populistas retienen la capacidad de actuar como un grupo de presión ultraconservador sobre el centro-derecha tradicional. El caso de Vox sigue esta lógica.
Aunque los partidos populistas se desinflan, los registros que popularizaron se extienden. Es el caso de lo que Chris Bickerton y Carlo Invernizzi Accetti, autores de Technopopulism: The New Logic of Democratic Politics (Oxford University Press) denominan “tecnopopulismo”: líderes centristas que combinan políticas tecnócratas con un estilo hipermediático y un discurso populista sui generis. El ejemplo de Emmanuel Macron es el más destacado. El presidente francés enfrenta a reformistas dinámicos, europeístas y abiertos al futuro contra nostálgicos resentidos porque añoran los treinta gloriosos.
Quienes rechazamos esta hoja de ruta también debemos evitar recrearnos en el pasado. El orden de la posguerra no puede restaurarse por decreto en el presente, ni atendía a un sinfín de demandas sociales –sobre todo en lo referente a derechos civiles– que hoy consideramos irrenunciables. En España, además, ni siquiera atravesamos aquella edad de oro del capitalismo democrático. Nuestro escapismo kitsch es incoherente por partida doble.
Lo que sí hace falta es asumir que aquella época aún estructura nuestras coordenadas políticas, como si fuese un centro de gravedad al que deberíamos retornar cuando las cosas van bien. Para restaurar el sentimiento de estabilidad, prosperidad y progreso que produjo, será necesario entender que los paradigmas económicos que hemos suscrito durante décadas nos han conducido a un callejón sin salida. Reconfigurarlos es un imperativo ético.
Las élites económicas que se benefician del inmovilismo son políticamente influyentes, pero una minoría en términos electorales. El desafecto latente en nuestras sociedades está relacionado con la respuesta errada que dieron a la crisis de 2008, redoblando en vez de enterrar el paradigma neoliberal. Acto seguido, cuando surgieron partidos populistas, se malgastó tiempo debatiendo si eran lechuzas, mochuelos o búhos, en vez de atendiendo a los problemas que los propulsaban. Hoy la crisis de 2020 nos aboca a otra transformación. Aparquemos los debates sobre pájaros y centrémonos en reconstruir economías más justas.
Jorge Tamames es investigador en el Real Instituto Elcano, doctorando en University College Dublin y autor del ensayo ‘La brecha y los cauces’ (Lengua de Trapo)
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