Los 30 años gloriosos
La edad de oro del pop francés coincidió con un presidente nada melómano: Charles de Gaulle
Ha sido un momento “magdalena de Proust”. En las páginas de la última biografía de Charles de Gaulle (A Certain Idea Of France, de Julian Jackson), surgen nombres de sus colaboradores y contrincantes: Couve de Murville, Chaban-Delmas, Michel Debré, Mendès France, Raoul Salan, Alain Peyrefitte. Campanas lejanas: me he sentido transportado a mi infancia, a los partes en la Telefunken familiar. Ignoraba quiénes eran esos señores pero se repetían en los obligatorios informativos de la radio franquista.
Ciertamente, incluso en España, crecimos bajo la sombra del general De Gaulle. El país era entonces francófono: se estudiaba francés en los institutos y la política francesa, ahora comprendo, se seguía con pasión. Coincidió además con la popularidad del pop francés que tuvo su bautismo de multitudes –recuerda Jackson- en un concierto gratuito organizado por Salut les Copains en la parisiense Place de la Nation, el 22 de junio de 1963.
Hoy, el movimiento yeyé en Francia se explica como parte de “los 30 años gloriosos”, la expansión económica de posguerra y el sentimiento de emancipación juvenil que siguió al final de las guerras coloniales. Debo informar que en el libro de Jackson no hay referencia a Johnny Hallyday y compañía. El general podía usar alguna letra de Edith Piaf en sus conversaciones pero no parece que se enterara del enfrentamiento ideológico entre el patriota Hallyday y el irreverente Antoine, por no hablar de Inventaire 66, el ataque de Michel Delpech al antiguo héroe que se eternizaba en la cúpula de la V República.
De Gaulle no era melómano. Pertenecía a la Generación Gutenberg: lector voraz, hacía un esfuerzo para estar al tanto de las novedades literarias, especialmente las novelas que ganaban premios; sus autores podían recibir cartas más o menos elogiosas desde el Palacio del Eliseo. Usaba políticamente la televisión, aunque entendía el particular poder de seducción de la radio, multiplicado por la popularidad del transistor.
La imagen de Charles de Gaulle se resintió por las posturas reaccionarias de su esposa Yvonne. Madame de Gaulle intentó que se prohibieran las minifaldas en los liceos y no ocultaba su antipatía ante colaboradores de su marido que se habían divorciado o llevaban vidas libertinas; se escandalizó con el intento de chantajear a Claude, la esposa de Georges Pompidou, que acudía a fiestas montadas por Alain Delon. El general, no obstante, mostraba tolerancia ante las debilidades humanas: no discutía el gusto por el opio de su fiel André Malraux o de Emmanuel d’Astier de la Vigerie, pionero de la Resistencia.
Disculpen estas minucias. En realidad, Julian Jackson retrata a De Gaulle como un monstruo. Se creía la encarnación de una Francia convencida de su responsabilidad de civilizar al mundo. Eso implicaba la predisposición a sacrificarse en guerras. Está su famosa visita a Stalingrado, tras la derrota del 6º Ejército nazi. Aparentemente conmovido por la destrucción circundante, exclama: “¡Qué gran pueblo!”. Alexander Werth, corresponsal de la BBC, empieza a divagar sobre los rusos y De Gaulle le corrige: “No, yo hablo de los alemanes. Haber llegado hasta aquí…”.
Es la voz de un estratega, sin sentimientos por los sufrimientos ajenos. Su capacidad para la ingratitud alcanzaba dimensiones olímpicas. Tras la liberación, visitó Toulouse y se indignó por la presencia en un desfile de republicanos españoles; la mitología gaullista ya insistía en que los franceses no habían necesitado ayuda para sacudirse el yugo nazi. Cuando dejó el poder en 1969, viajó a Irlanda y España. Agnóstico ante las ideologías, se entrevistó con Eamon de Valera y Francisco Franco, esperando quizás conocer sus secretos sobre la longevidad política. No sabemos si aprendió algo: en 1970, antes de concluir su trilogía de Memorias de la esperanza, De Gaulle moría en su lúgubre residencia familiar de Colombey-les-deux-Eglises.
Babelia
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