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TRIBUNA
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PP y Cs: las guerras del centroderecha

La lucha del Partido Popular y Ciudadanos nos ha marcado desde cuando nuestras aflicciones parecían ser el bipartidismo o la ausencia de primarias. En estos años han perdido los dos, pero uno menos que otro

El presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, y el líder de Ciudadanos, Albert Rivera, en una reunión en el Congreso en agosto de 2016.
El presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, y el líder de Ciudadanos, Albert Rivera, en una reunión en el Congreso en agosto de 2016.Efe
Ignacio Peyró

Aznar creyó manejarlo, Rato siempre lo despreció, Cascos —”Cascotes”— lo tuvo por un flojo y Fraga intentó facturarlo sin retorno a Santa Pola. En la política española, hacer de menos a Rajoy ha sido una costumbre de mucho arraigo y —como puede verse— no poco peligro. Las excepciones son escasas: con Sánchez la relación fue de un antagonismo reconcentrado, mientras que de Iglesias distaba tantos mundos que ambos podían permitirse las complicidades de dos extraños en un tren. A Rajoy también lo minusvaloraron quienes nunca lograrían hacer carrera con él: los gurús de la comunicación política, los guerrilleros de think tank y esos opinadores que suelen concederse a sí mismos el título de ilustrados. En estos casos, sin embargo, es de justicia reconocer que no sabemos quién menospreciaba más a quién. Ahora, a raíz de sus columnitas futbolísticas —un azucarillo en el café venenoso de nuestro estado de opinión—, gentes que no distinguen el censo enfitéutico del masaje prostático han vuelto a tachar de ignaro a un señor que, usted elige, ha sido un presidente del Gobierno calamitoso o estupendo, pero que era registrador a los 23.

Quizá por haber sufrido tantas condescendencias puede postularse que la pasión dominante de Rajoy ha sido el resarcimiento, y sin duda estos días estará merendándose una ración tras otra de Schadenfreude al ver las patadas de ahogado de Ciudadanos en su hora terminal. Al fin y al cabo, de toda la gente que lo subestimó, nadie lo subestimó más que Albert Rivera. Su relación ilustra 10 años de tensiones competitivas en el espacio del centroderecha, pero también sirve como parábola de la ilusión y el desguace de lo que se llamó nueva política. Y de nuestro modo crecientemente agonístico —¡futbolístico!— de vivir lo público.

Querella de antiguos y modernos, Rajoy y Rivera eran —como dice Umberto Saba— dos estirpes en vieja contienda. A Rajoy le gustaban los sobreentendidos. A Rivera le gustaban los titulares. Uno se sentía cómodo en la ambigüedad, el otro buscaba la directa. El primero tenía orgullo de casta altofuncionarial, el segundo la asertividad del mundo de la empresa. Rivera veía en Rajoy a un viejo galápago que le entorpecía el camino y Rajoy en Rivera a un bárbaro que le pisaba el jardín. A uno le gustaba la tele; el otro, en la tele, parecía Romanones o Moret. En términos oakeshottianos, para Rivera solo existía lo mejor; para Mariano, “lo mejor en tales circunstancias”. En fin, Rivera, según una de esas frases de Oakeshott que habría que aplaudir como las óperas, se sentía “capacitado para atribuir a la humanidad una necesaria inexperiencia en todos los momentos críticos de la vida”. Rajoy no sabía tantas cosas, pero tenía muy clara una: la imposibilidad de hacerse demasiadas ilusiones con el barro de la naturaleza humana, o cómo “la conjunción de gobernar y soñar engendra tiranía”. Por sus nombramientos los conoceréis: a uno le gustaba Román Escolano; al otro, Marcos de Quinto.

No hay albariño en toda Pontevedra que iguale el sabor de la ironía con que en Ciudadanos han pasado de considerar al PP un partido “en descomposición” a aceptar sus concejalías. No creo que en el PP se lo reprochen: el viejo conservadurismo sabía que a cualquiera le llega el momento de que nos tengan piedad. Y aún habrá que lamentar la desorientación temporal de una generación reformista —Ciudadanos arrastró a algunas de las mejores mentes de mi quinta— ahora en suspenso. El partido fue una esperanza para muchos en un momento en que el PP parecía intentar alejar de sí el voto de cualquiera que se tuviese por honrado.

Pero este aparente fin de Ciudadanos deja algunas inquietudes, y no será malo señalarlas porque el suyo es un eterno retorno: el de los proyectistas bienintencionados en la política, el de aquellos a los que “les cuesta pensar que alguien que pueda pensar clara y honestamente lo haga de manera distinta a la suya”. El partido de la Tercera España ha acabado en un festín de cainismo: si no hay más sangre es porque ya no hay más gente. El viejo PP se quejaba: ¿pero no éramos nosotros los de centro?, mientras Ciudadanos se definía a días liberal y a días socialdemócrata para terminar personalista. El partido de los intelectuales entregó su poder a alguien que siempre pareció primar estilo sobre sustancia. Y es posible pensar que —del 155 a la ritirata tras ganar las catalanas— su legado en horas culminantes de nuestra democracia no pasase su propia auditoría. Que un partido que tanto espoleó nuestra política sucumbiera por errores no forzados va más allá de lo explicable sin recurrir a lo trágico.

Hubo en Ciudadanos un cierto embelesamiento moral con su propia causa al que ni siquiera llega el woke más observante cuando separa sus basuras: no creo que ningún otro partido haya predicado con insistencia más regañona lo único de sus bondades. Por momentos se hubiera creído, en la pugna con el PP, que no dejaban de ver en este un partido indeseablemente mesocrático: en la España de Ciudadanos parecía, desde luego, haber sitio para másters en Esade y emprendedores de Starbucks, pero no tanto para pensionistas de Villarrobledo. Quizá ese punto snob atrajo a no pocos intelectuales adeptos al sueño dogmático de la política gourmet, a considerarse a sí mismos con un poco menos de pecado original que los demás y a juzgar que el pueblo no está a la altura de sus designios. Al PP, que no hizo mucho en esta batalla, sí le favoreció un entendimiento heredado del mundo más basado en experiencias que en programas. Han sido oakeshottianos, aunque fuera sin querer.

La lucha del PP y Cs nos ha marcado desde esos tiempos en que nuestras aflicciones parecían ser el bipartidismo, las diputaciones, la ausencia de primarias o la falta de una ley de limitación de mandatos. En estos años han perdido los dos, pero uno ha perdido menos que otro y el PP, además, ha aprendido algo. ¿Los demás? Muy difícil: si algo muestra la experiencia es lo poco que solemos aprender. Por eso es bueno imaginar de cuando en cuando ese otro espacio-tiempo donde Albert Rivera es hoy vicepresidente del Gobierno con unas perspectivas electorales excelentes.

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Sobre la firma

Ignacio Peyró
Nacido en Madrid (1980), es autor del diccionario de cultura inglesa 'Pompa y circunstancia', 'Comimos y bebimos' y los diarios 'Ya sentarás cabeza'. Se ha dedicado al periodismo político, cultural y de opinión. Director del Instituto Cervantes en Londres hasta 2022, ahora dirige el centro de Roma. Su último libro es 'Un aire inglés'.

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