Voy a seguir molestando
Se puede, y se debe, responder al agravio con contundencia y con seriedad, pero también es crucial saber darle la vuelta y convertir el agravio en un espacio de afirmación y de lucha
Si digo que el cielo es azul, o que el cielo hoy está azul, esta afirmación se entenderá perfectamente. Aun en el supuesto de que después de mirar arriba y ver el cielo encapotado alguien pueda mostrarse en desacuerdo conmigo, no se cuestionará el trasfondo verídico de mi observación: la asociación entre los términos “cielo” y “azul” es inmediata. El filósofo Jacques Derrida apuntaba que esta correlación es posible gracias a un sistema de creencias que construye la imagen del “cielo azul” como una imagen inteligible. Es decir, entendida como real, como posible y como enunciable. Algo parecido ocurre cuando se pronuncia la palabra “mujer” acompañada de, por ejemplo, “puta”, o “feminazi”, o “buscona”, o “histérica”.
Aunque no se cumplan literalmente, los insultos machistas ostentan una carga simbólica que se esgrime con legitimidad —y con mayor o menor impunidad—, no por ser necesariamente verídicos sino por estar amparados por una lógica subyacente. Además de patriarcal, esta lógica es correctiva y reguladora. El agravio pretende poner en su lugar al sujeto al que interpela: mostrarle que ha pisado una línea roja, que ha traspasado la frontera de su espacio asignado y que debe apresurarse a retroceder antes de que el aviso vaya a más. Un “puta” mascullado entre dientes es una promesa de violencia, un recordatorio, aunque tal vez abstracto y alegórico, de que las estructuras de poder que rigen el espacio material y lingüístico avalan al agresor y condenan a la agredida.
Los ataques que reciben constantemente las políticas son un ejemplo de este tipo de agresión. El caso de Irene Montero, ministra de Igualdad, lo ilustra bien. “El único mérito que tiene usted es haber estudiado en profundidad a Pablo Iglesias”, le espetó la diputada de Vox, Carla Toscano. Pero, como la misma Montero señaló, para que los insultos machistas llegaran al hemiciclo fue necesario un buen caldo de cultivo, una sopa de virulencia dispuesta a jalear, o cuanto menos a consentir, los aspavientos de la ultraderecha.
Imposible no recordar las campañas de acoso y derribo lanzadas contra otra política, la exdiputada de la CUP Anna Gabriel, con quien los medios de la derecha se ensañaron, haciendo gala de un encono casi teatral, en los años en que ocupó el cargo. Entre otros insultos, recuerdo con una viveza particular el de “malfollada”; no tanto por el agravio proferido, sino por la reacción de Gabriel. Un miércoles de enero de 2016, una treintena de diputadas, militantes y activistas de la izquierda independentista catalana, Gabriel entre ellas, se reunieron en Barcelona para reivindicar su condición de mujeres y de políticas. “Soy Anna Gabriel, pero soy una puta traidora, amargada y malfollada,” afirmó la exdiputada ante la congregación.
La función correctiva del insulto no solo castiga o amenaza al sujeto díscolo —díscola, la mujer, por ocupar una profesión tradicionalmente reservada a los hombres—, sino que configura su identidad. Somos en función de los nombres que recibimos. Así, somos también los nombres que resignificamos. Al pronunciar el insulto como propio, Gabriel altera los términos de su inteligibilidad. Se adueña del agravio, neutraliza su potencial lesivo y logra incorporar un nuevo conjunto de conceptos a la palabra: de la humillación punitiva a la autoafirmación de su voz y de sus ideas.
El gesto de Gabriel se inscribe en lo que podríamos llamar resistencia retórica. Del clásico “maricón” y “bollera”, al “sudaca”, o “tullida”, la reapropiación de términos peyorativos por la parte agredida ha abierto caminos en las luchas sociales. El acto de las independentistas tiene además algo de performance o de happening, y no por descuido ni por casualidad, sino porque existen en el arte numerosas corrientes que usan el cuerpo para cuestionar o subvertir las normas sociales que lo encorsetan. Las performers feministas de los setenta son un ejemplo fundamental. Entre ellas destaca la obra Interior Scroll (1975), de la artista Carolee Schneemann, en la que esta, subida a una mesa y completamente desnuda, se sacó un pergamino enrollado de la vagina y fue leyendo: “Eres encantadora, pero no me pidas que vea tus películas” o “podemos ser amigos al mismo nivel, aunque como artistas no estemos al mismo nivel”, frases que correspondían a un cineasta que había ninguneado el trabajo de Schneemann. “Eres encantadora” es la otra cara, la cara paternalista, del “malfollada” de Gabriel o del “estudiar en profundidad a Pablo Iglesias” de Montero.
Se puede, y se debe, responder al agravio con contundencia y con seriedad. Plantarse y señalar con el dedo a los agresores, nombrar la violencia y denunciarla. Pero también es crucial saber darle la vuelta, subvertir los términos de la conversación y convertir el agravio en un espacio de afirmación y de lucha. Conviene de vez en cuando salir del plano literal y decir: “Sí, soy una malfollada y voy a seguir molestando”.
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